Dicen que el día a día, la vida, es un río. Lo es. Un río por el que vas viajando en tu propia barca.

A veces, atraviesas zonas tranquilas donde puedes descansar y dejarte llevar por la corriente. Otras, debes esquivar rocas y rápidos. Y, en otras ocasiones, las tormentas te agitan y el río puede convertirse en algo tan peligroso como un profundo océano.

Algunas veces, como ahora, decido parar e ir hasta la ribera. Dejo la barca en la orilla y veo transcurrir el río, mi vida.

Acabo de cumplir años y la corriente se ha calmado tanto que, a veces, parece estancada.  Casi fango. Estoy acostumbrada a ver pasar otras barcas que me adelantan.  Sus ocupantes me saludan, viajan un tiempo a mi lado, pero luego les veo marcharse. Viajan rápido, a buen ritmo, reman sin tregua. Muchas de esas barcas lucen velas, remos nuevos o están recién pintadas.

Pero no es mi caso. Mi barca es pequeña, tiene la pintura descascarillada por el viaje. La lluvia y el sol ha ido desgastándolo todo, la madera cruje y hasta mis manos ya están cansadas de remar.

Por eso, cuando no puedo más como ahora, paro, contemplo y tomo aire. No puedo ir atrás, la corriente no me lo permite. Pero puedo mirar los barcos que pasan ahora, mi presente, y tratar de ver, a lo lejos, lo que me espera. Ese temido futuro.

No es la primera vez que paro. Algunas veces, no tuve opción: encallé y tuve que remachar la barca y tirar velas rasgadas. Otras veces, paré en terreno seco, helado o terriblemente rocoso. Pero ahora estoy en una orilla verde con sombra de árboles, hojas de otoño y un terreno en barbecho a mi espalda.

Los que zarparon conmigo me están adelantando. Pero no importa. No es una carrera o, si lo es, hace tiempo que decidí no participar. Prefiero disfrutar del viaje (de la calma y de la tormenta) y parar y dormir en mi orilla verde. Revisaré mi barca y arreglaré los desperfectos. No importa que tenga remaches, son cicatrices del viaje. No importa que la pintura se vaya marchando, ahora es el color del tiempo.

Puede que dé rodeos pero dicen que hay afluentes que atraviesan bosques que deben ser vistos. Puede que me pierda pero aprenderé a mirar al cielo para encontrar de nuevo el camino. Me tomaré mi tiempo y pensaré en el rumbo. Es mi viaje, es mi vida, mis decisiones. Poco importa el ritmo que lleven los demás o que me digan qué hacer o por dónde ir. La que rema soy yo.

Junto a mí tengo el equipaje que necesito: un botiquín lleno de tildes, letras y puntos suspensivos; unas gafas para curar mi miopía hecha de canciones y recuerdos que no me dejan mirar a lo lejos; y una copa, para cuando me canse de ir gota a gota y quiera dar grandes sorbos al viaje.

También tengo un remo extra y un hueco en la barca. Por si, cuando decida emprender de nuevo la ruta, encuentro un compañero con el que remar. Que me ayude durante un tramo o durante todo el viaje. Ya veremos.

No sé cuánto estaré en esta orilla. Pero el mar todavía queda muy lejos. Estoy descansado, el viaje es largo y, ahora, en mis manos empiezan a cicatrizarse las heridas de remar.

 

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