Querida amiga: qué putada que vivas tan lejos.
De verdad.
Y es que las mejores amigas deberían vivir a distancias aceptables. Yo qué sé: cuatro o cinco paradas de metro, un trayecto de máximo treinta minutos. Pero no: a nosotras se nos ha ocurrido vivir a miles de kilómetros de distancia la una de la otra. Qué caro nos saldría el taxi ahora, amiga.

A pesar de esta putada y del destiempo de husos horarios y rutinas (¿dónde quedaron las siestas juntas? ¿dónde las conversaciones mañaneras de qué me pongo hoy?), no sé cómo lo hacemos, amiga, pero seguimos estando ahí, mandándonos cada mañana selfies para llorar. Peor aún: mandándonos selfies LLORANDO, sincronizando nuestros relojes y haciendo posible que, por unos instantes, el tiempo se detenga y nos teletransportemos al mismo sitio y al mismo lugar. Supongo que en el fondo somos una clase especial de superheroínas sin capa ni antifaz, y es que no me lo explico de ninguna otra manera.

Somos superheroínas porque aunque nos separen miles de euros de tarifa aérea, qué cerca estamos cuando alguna lanza la batiseñal y la otra se cuelga del primer wifi disponible, ¿verdad? Contigo he aprendido la diferencia que hay entre proximidad y cercanía y es que, aunque somos conscientes de que la distancia nos separa, no hemos permitido que ella (ni los hijos, ni los novios, ni nuestras diferencias) nos impida que corramos esta carrera juntas. Nos sentimos un poco las Powerpuff Girls por la conexión especial que hemos desarrollado: sabemos cuándo un “Hola” significa un “Tía, necesito diez minutos de hablar de algo que no sea el trabajo, mándame un puto chiste” y en nuestro espacio telepático y cibernético compartimos nuestros momentos grandiosos y nuestros momentos minúsculos.

Nos perdonamos las ausencias largas, los findes con whatsapps sin abrir y todos esos ratos en los que somos nuestra peor versión. Sabemos que no hay nada que perdonar: lo compensamos con la emoción de planificar todos los días el momento en que nos volvamos a ver. Contamos los días, las horas, los minutos: movemos vuelos y viajes para coincidir aunque sea unas horas en el aeropuerto y exprimir cada minuto juntas haciendo lo que más nos gusta hacer: rajar, comer, ser tontas perdidas y beber birra en cualquier esquina, como tiene que ser.

Y nuestro mejor superpoder, amiga, es que hemos aprendido a volvernos inmortales. No hemos dejado que mueran nuestros recuerdos compartidos ni nuestras palabras inventadas. Aunque ya no pueda alisarte el pelo en un día en que estés de malas (ni tú puedas apoderarte de mi nevera, sin pudor) sabemos que el poder de nuestros totos unidos va mucho más allá de los límites del tiempo y de los años.

Lo único que pido, amiga, es que la vida te devuelva todo aquello que, a la distancia, me has sabido dar. Me encargaré de que así sea: como buena superheroína, lucharé por la justicia.

YouTube video

Who can say if I’ve been changed for the better? Because I knew you I have been changed for good.