Hola, me llamo Lily. Cuando tenía trece años, mi primer novio me violó. Sé que por desgracia, mi historia no trascenderá, pues probablemente sea uno de los mil testimonios que hayáis leído hasta la fecha; en el caso que dentro de un tiempo alguien se acuerde será para decir “ah, sí, leí un artículo una vez de una chica a la que habían violado de adolescente” y entonces pasaré a ser un número.

Porque para el mundo eso es lo que soy, sólo una de tantas chicas con una mala experiencia a superar. Y en el caso de que hubiese sufrido violencia hasta el punto de ser asesinada, sólo sería un nombre en el telediario del mediodía, que acabaría siendo una cifra al cabo de un año.

Pero no estoy aquí para hablar de la tremenda deshumanización de las víctimas de abusos, más que nada porque es un tema que me queda bastante grande. Estoy aquí para contar mi historia, si tienen la buena voluntad de publicármela. Probablemente no sea la más violenta, ni la más traumatizante (de hecho, hay cosas en mi vida que me han traumatizado más que ser violada), pero es algo que necesito hacer saber al mundo, una mezcla entre llamada de socorro e intento de auxiliar a quien esté a tiempo de pararlo.

Aviso que, a riesgo de parecer soez, voy a llamar las cosas por su nombre y no me andaré con eufemismos. Ah, y supongo que algunas cosas no son aptas para estómagos sensibles. Es una violación al fin y al cabo.

Bien.

Corría el julio de 2009 y yo era una hormonada y alocada adolescente a dos meses de cumplir los catorce. Estaba en pleno affair veraniego con el churrero de mi barrio, del cual me enteré más tarde que me sacaba más de diez años, pero en fin. La cosa es que después de una tarde de besitos tontos detrás de la churrería, empezó a llamarme cada día, desde que me levantaba hasta la madrugada y no para decirme cosas bonitas. Que me escapara de casa para irme a vivir con él porqué tenía UNA COLCHONETA EN LA CHURRERÍA, que me empezase a tomar pastillas porqué él no quería condón (y yo ¿whaaat? ¿Te acabo de conocer y ya quieres hormonarme cual vaca lechera y encima transmitirme ETS?) y más sinsentidos a los que no supe cómo reaccionar por esas cosas de que tenía trece años.

Y allí apareció él, mi caballero de brillante armadura dorada y lozano caballo blanco, que me hizo darme cuenta que mi “novio” era un enfermo y un tóxico, que debería cortar con él antes de que se le fuera la pinza y me hiciese algo irreversible. Como mi caballero era un chico del barrio que me gustaba desde hacía algún tiempo (a partir de ahora lo llamaremos Pinto), corrí cual damisela en apuros a refugiarme en sus brazos tras romper con el churrero (tuve ovarios de plantarme sola en la churrería muerta de miedo y decirle que sayonara baby, no me quitéis el mérito) y empezar una relación seria con él sin apenas conocerlo, aunque por lo menos aquí sí que estaba segura de su edad. Tenía dieciséis o diecisiete (ahora no estoy tan segura, por lo visto). Total, que tenemos a una Lily emocionada de la muerte por su primer novio, que es algo mayor, trabaja de mecánico, tiene moto y además me defendió del churrero malo. No pasaron ni cinco días, que ya estaba profanada de todos los modos posibles.

CINCO PUTOS DÍAS.

Pinto subía cada día a mi casa cuando mis padres no estaban y nos comíamos la boca en mi cama, a veces me tocaba las tetas. Yo no estaba muy segura, pero mientras sólo fuesen morreos y algún roce pues no pasaba nada, ¿no? No sea que me fuese a dejar por mi vecina, que era una morenaza (yo siempre he sido rubia) y a él le gustaban más las morenas (por cierto, la chica ésta me había llegado a hacer bullying en gimnasia rítmica en primaria).

Al quinto día, se cansó de darse sólo el filetazo y manosearme las tetas, así que así, sin más, me dijo “oye, vamos a hacerlo, ¿quieres?”. Yo evidentemente le contesté algo así como “¿cómo quieres hacerlo tan pronto? No llevamos ni cinco días, además habíamos hablado de esperar”. Él me dijo que tenía muchas ganas, que no se aguantaba las ganas porque de tanto tocarme las tetas se había puesto muy burro, que ya vería como me iba a gustar, que no fuese rancia… Y yo que no, que no por favor, que aún no, que sólo llevamos cinco días, que no y que no, que… vale, de acuerdo. Quizás la culpa fue mía por no ponerme firme en su momento, pero con trece años me habían enseñado que cuantas más cosas hicieras con chicos, más te respetaría todo el mundo. Y yo siempre había sido una pringada, así que… sacad conclusiones.

En fin, que le dije que de acuerdo, pero que me dejase ir primero al lavabo a hacer pipi (me entraron unas ganas locas de mear, supongo que de los nervios y el miedo) y él me respondió que vale, que volviese sin pantalones porque él se pondría el condón mientras tanto. Que romántico todo, ¿eh? Me miré en el espejo del baño, con el cuello lleno de chupetones y me di cuenta de que no quería hacerlo. Traté de consolarme diciendo que no pasaba nada, que era mi novio y que si luego me dejaba me arrepentiría de no haberlo hecho. Así que tira para la cama, que tu príncipe te espera.

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Ni siquiera estaba erecto, pues obviamente nos habíamos saltado todo el juego previo. Me dijo que me tumbara y que si me chupaba las tetas se pondría duro. Yo como una tonta me las saqué del sujetador, convencida de que todo tenía sentido. Llegó el momento de la penetración. Obviamente estaba más seca que una pasa y no había manera de que eso traspasase mi barrera. Si además le sumamos que, obviamente estaba sin depilar porque no tenía planeado que nadie me viese el chichi en mucho tiempo y que eso ocasionó algún comentario tipo “ugh, cuántos pelos, a mí un día me pegaron ladillas, mañana depílate, ¿vale?” podéis entender que mi disfrute sexual no era lo máximo.

Lo intentó una vez. Y otra. Y otra. Pero no me entraba. Y me dolía muchísimo. Yo le pedía que parase, que lo intentásemos otro día cuando ya me hubiese depilado (buscaba cualquier excusa), que seguía sin estar preparada. Sus respuestas eran “tranquila mujer, que ya casi entra”. Al final, dejamos el misionero y me dijo que me pusiera yo encima para poder ir bajando. Entonces entró. Y me dolió muchísimo, como si me estuviesen quemando los músculos vaginales con una cerilla. No pude evitar soltar un grito y llorar, tras lo cual él paró y dijo “ay, es que me da pena si lloras, no te preocupes que paramos y lo intentamos más tarde”. Yo le di las gracias y le pedí perdón. YO. A ÉL. PERDÓN. En fin. Que me dijo que con todo el grito y el verme llorar se le había bajado todo y… Sí, lo adivináis. Tenía que chupársela. Le dije que nunca lo había hecho y que no lo haría bien, pero él me “animó” a que lo intentara. Recuerdo el asco que me dio meterme eso tan grande en la boca, notar como me agarraba la cabeza y me la movía… Recuerdo un momento especialmente incómodo en que ya no podía contener las arcadas y me subió el vómito hasta el paladar, pero como una campeona me lo tragué sin decir nada, no fuese a parar la marcha. Lo bueno de todo esto es que con mi cara en su pene, no me veía las lágrimas.

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Pero, ¿creéis que la cosa acaba aquí? Oh, no, queridos, lo peor aún no ha llegado. Satisfecho con la mamada que le estaba dando, me dijo que ya estaba a cien otra vez y que lo volviésemos a intentar, pero esta vez lo haríamos bien para que no me doliera. ¿Su concepción de hacerlo “bien”? Meterme primero los dedos para “que se te moje el chocho y así resbale mejor”. Pero ni caricias, ni clítoris ni hostias. Dos dedos de golpe, adentro y afuera, ¿por qué no? Y cada pocos segundos asomarse a mi vagina a ver si se había abierto un poco (decidme que os parece tan surrealista como a mí ahora, por favor). Yo lloraba y gritaba, pero esta vez él me respondía “no te preocupes, seguro que así dejará de dolerte”. Al poco rato me la volvió a intentar meter, pero yo seguía hermética cual lata de atún. Pero no os preocupéis, que Pinto tenía soluciones para todo. Y ésta fue la que más me dolió, tanto en el físico como en la dignidad. Agarraos que viene la frase más célebre de este señor “tranquila, que ya sé lo que hay que hacer. He visto que a las tías primero se las da por culo para que se pongan cachondas y así luego no les duele cuando las desvirgan”. ¿Estáis flipando? Yo también. Pero ahora, en 2017. En ese momento no asimilaba lo que pasaba y me limitaba a asentir y obedecer. Que si ponte en pompa, me puse en pompa. Que si ábrete las nalgas, me abro las nalgas. Que si vale voy a meterla, yo cierro los ojos y rezo para que acabe. Que si vaya que no entra, no te atrevas a respirar, Lily que ahora vienen otra vez los dedos asesinos (con las uñas muy largas). Me llegó a meter tres dedos enteros en el ano, mientras yo lloraba contra la almohada. Cuando consideró que ya estaba lo suficientemente “abierta” intentó penetrarme analmente. No sé cómo explicar esa sensación, porque no acabo de recordarla, sólo recuerdo mucho dolor, muchas lágrimas y mocos y muchísima vergüenza.

Al final Pinto no quedó satisfecho con el resultado y me pidió amablemente que siguiera comiéndosela. No volvimos a intentarlo, pero desde ese día se presentaba cada día en mi casa (a veces mañana y tarde) para su mamada de cada día. Cada vez que decíamos de ir a algún sitio, él añadía “sí, y luego vamos a tal para que me la comas, que la chupas como los ángeles”. Y chupar su asquerosa polla fue en lo que se basó nuestra relación las siguientes dos semanas.

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Llegó agosto y me fui de viaje con mi familia por España. Nos dijimos que nos queríamos (me parto y me mondo yo sola), que nos echaríamos de menos y que seríamos fieles. ¿Adivináis que pasó cuando volví a las dos o tres semanas, ansiosa por ver a mi príncipe tras las vacaciones? Que se rió en mi cara diciendo que “esas chorradas de ser fiel las decías tú, no yo” y ni corto ni perezoso me contó cómo se había tirado a no sé cuántas en su camping y que una era virgen y no se había quejado tanto… En fin, que lo dejé.

A la semana siguiente, todos nuestros conocidos en común (y personas que no conocía) supieron de cómo le comí la polla durante dos semanas, cómo me abrió el ano, todos los pelos que tenía en el chocho y cómo me puso los cuernos.

En pocas palabras, el verano de mi vida.

Y aquí acaba esta preciosa historia, cien por cien verídica. Podéis pensar lo que me han insinuado muchas veces. Que yo lo consentí, que no me pegó, que pude haber dicho que no… Y puede que tengáis razón. Pero él podría simplemente haberme respetado. Podría haber entendido que tenía trece años, que no estaba preparada, que no quería, joder, que me dolía lo que hacía. Pero lo dicho. ¿Acaso cambiará algo poner el grito en el cielo? Sólo soy una más, una de tantas que era demasiado joven como para aceptar la palabra “violación”, como para tener el coraje de reconocer que me habían profanado el cuerpo. En lugar de eso, llegué al colegio en septiembre súper orgullosa de haber tenido un novio en verano y de habérsela chupado, porque eso me daba más estatus respecto a las otras chicas. Pinto pasó a ser “el cabrón que me puso los cuernos” y siempre hacíamos chistes con eso, pero lo cierto es que se llevó una parte muy importante de mí que nunca podré recuperar.

Y os pido que perdonéis esta barbaridad de texto. Quería que todo lo posible quedase registrado, quería plasmar lo sucio y humillante que fue.

Así que por favor, hombres, mujeres, chicos, chicas, adolescentes varios… CONCIENCIA, POR FAVOR. “No” significa “NO”. Tanto si eres chico como chica, tu dignidad vale más que cualquier novi@, no tengas miedo de protestar, negarte, incluso denunciar si es necesario… Porque yo tengo veintiún años y ocho años después ya poco se puede hacer, pero mientras una sola persona que haya leído esto tome consciencia de lo importante que es el respeto, la dignidad y saber poner límites… puede que haya valido la pena pasar por eso.

Lily Bell