Hace unos cuantos días, estando yo en el hospital, me encontré con los ojos más jodidamente azules que había visto en mi vida. Si el contexto fuese otro, pensé, seguramente intentaría acercarme a él, pedirle su número o cualquier otro gesto que se haga en esos casos. Men-ti-ra. Yo jamás me atrevería a hacer ese tipo de cosas; soy demasiado tímida. Este hecho, más allá de un ligero dolor de muelas, no trascendió mucho más, pero me hizo pensar durante el trayecto de vuelta a casa en uno de los temas más recurrentes del universo: las cosas que nunca pasan, las palabras que jamás nos atrevemos a decir, quizás por prudencia, sentido común o vergüenza. O quizás por instinto de supervivencia.

Esa misma tarde estuve hablando con una amiga acerca de una persona interesada y en parte dañina presente en la vida de ambas. Las dos llevamos sufriendo durante años y años de supuesta amistad comentarios y comportamientos totalmente inapropiados que no habíamos querido asumir hasta entonces como tales. Años y años en los que a ninguna de las dos ni tan siquiera se nos pasó por la cabeza otra respuesta que fingir una sonrisa y pensar que no había mala intención, mientras nuestra autoestima se veía cada vez más y más dañada. Esto me hizo pensar de nuevo, aunque desde una perspectiva diferente, en la cuestión anterior: los cambios que no hacemos y las cosas que nunca llegamos a decir por culpa del autoengaño y del miedo.

Ya en la cama, recordé la noche previa a todo esto, en la que había tenido una discusión telefónica con mi madre que empezó por una soberana tontería en tono de broma y acabó de forma bastante trágica. Esa noche nos lanzamos un montón de palabras feas con el único propósito de herirnos y ofendernos la una a la otra, con afán de demostrar un odio que en absoluto existe. Esto me hizo reflexionar sobre la cantidad de palabras que suelto por mi boca (aunque trate de ser prudente) que indirecta o directamente causan daño, en las pequeñas gotas de agua que añadimos en los vasos medio llenos de la gente hasta que, a veces, rebosan.

Todos ellos son ejemplos de algo tremendamente cotidiano para casi todos en una ocasión o en otra. Me puse a pensar en la cantidad de veces en mi vida que me había callado algo que me apetecía decir por miedo a fracasar; encontré millones de ejemplos, y en las que había hablado de más o demasiado mal, especialmente con alguien que me importaba mucho; definitivamente demasiadas.

Luego pensé en situaciones en las que tenía la plena sensación de que había dicho exactamente lo que tenía que decir o bien en las que me había callado justamente cuando tenía que haberlo hecho y resultaron muchísimas (pero muchísimas, muchísimas) menos.

Bien, vale. Ya sé que no es una reflexión original y que no son pocas las frases, consejos, libros enteros, canciones de amor, películas e incluso guerras que demuestran el poder de la palabra y el silencio, por siempre, por todos y en cualquier parte del mundo.

Y digo yo: Pues por algo será.

Y por eso siempre viene bien que alguien te lo recuerde.

Porque en menos de una hora, se nos habrá olvidado a todos esto. Mi intención en este justo momento es que saquéis lo que tenéis en la punta de la lengua y no os atrevéis a decir por miedo.  Y que toméis aire y contéis hasta cien si estáis discutiendo con vuestra madre.

Porque mañana, ya se nos habrá olvidado.

Andrea Cernuda