Ella se dedicaba al mundo de las ventas. Tanto en el plano laboral como en el personal. Vendía continuamente una imagen de sí misma que no se correspondía con la realidad. Convencía a todo el mundo de que era valiente y fuerte. Se le daba de maravilla. Se había convertido en una actriz digna de Hollywood, y se había metido tanto en su papel, que a veces se lo llegaba a creer de verdad.

Con ella siempre había que tener unos cuantos metros de distancia de seguridad. No invadir su preciado espacio, que celosa guardaba como lo más valioso que había conseguido nunca. Espacio en el que se escondía y podía ser ella misma. Una fortaleza donde podía quitarse su armadura de superwoman. Una fortaleza donde poder convertirse en un ovillo bajo un manta y rodearse de aquello que, en el fondo, le hacía tremendamente débil.

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Eso que le hacía tan débil era una relación. ¡Cómo no! Era una relación sucia, destructiva, adictiva, pasional, secreta. Esto último, sobre todo.

Como cada tarde, mientras conducía de camino a casa, sentía que se le empezaba a acelerar el corazón. Se le sonrojaban las mejillas de la presión vascular y no paraba de imaginarse el momento en el que se reuniría de nuevo con su amante. Él era silencioso, discreto y en cuanto ella se lo pedía, él desaparecía por el mismo sitio por el que había llegado. Ella no quería confesarlo, pero estaba obsesionada con él. Fantaseaba constantemente con el siguiente encuentro.

Él era un amante muy entregado, capaz de hacerle sentir placer por todos y cada uno de los poros de su piel. Capaz de que sus sentidos se dejasen llevar hasta otra dimensión. Estando en sus brazos no había límites, ni físicos ni morales. Sin embargo, una vez todo terminaba, llegaba la culpa. Y el vacío. Un vacío tan grande que su corazón nunca supo gestionar.

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Y casi de manera automática, lo echaba. Lo expulsaba violentamente. Con lágrimas en los ojos y sintiéndose como la basura que se consideraba. Ella no quería una relación así, no se la merecía. A pesar de ello, siempre acababa en sus brazos de una manera u otra. Cualquier excusa era buena para recurrir a su compañía: “he tenido un día muy malo, tengo estrés, me siento triste, me siento sola…” y demás pretextos que no se creían ni ella ni él.

Y entonces el ritual comenzaba de nuevo. Se dirigía corriendo al baño. No había tiempo que perder. Y con esfuerzos en su estómago, garganta y corazón, vomitaba toda su culpa y vergüenza. Las lágrimas recorrían apresuradamente su rostro enrojecido, más por la decepción que por el esfuerzo físico. Decepción consigo misma por haber caído de nuevo en los seductores brazos de la bulimia.

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Se juró que estaba superado, que ella era fuerte. Sin embargo, allí estaba. Arrodillada de nuevo sobre la taza del váter, llorando como un bebé y pensando que era una estafa. Una estafa de persona porque ni mujer valiente, ni mujer fuerte, ni mujer segura de sí misma. En esos momentos era una niña débil, cobarde y muy vulnerable. Pero nadie se enteraría. Ese era el acuerdo: la bulimia no se chivaba, y ella tampoco. A cambio, unas perennes heridas en los nudillos. Pero, ¿quién se iba a enterar?

Autor: Anónimo.