Normalmente, todos solemos tener un distinto conjunto de razones por las que vaciar nuestro armario, ropero, vestidor o cajones de ropa, aunque todos suelen adolecer al mismo principio fundamental: el de renovarse.

Ya sea porque has cambiado de talla, de estilo o ambos, llega un momento en el que el orden tiene que hacerse en profundidad. Llega un momento, en que hay que sacarlo todo, mirarlo prenda a prenda y decidir con qué te puedes quedar y qué hay que sacrificar por el bien del orden y del espacio.

Hoy yo me he encontrado en esa situación, y al situarme entre los motones de tirar, donar y volver a guardar, me he dado cuenta de que en realidad no estaba analizando mi ropa, sino partes importantes de mi vida presente y pasada.

Me estaba vaciando a mí.

Cuando uno empieza a mirar en lo profundo descubre muchas cosas. Algunas te llevan enseguida a recuerdos maravillosos, son prendas que sabes, de alguna manera, que no volverás a ponerte. Esa camiseta que te compraste para un concierto y cuyo cantante lo mismo ya ni te gusta, el vestido que te pusiste para la graduación, y que evoca un momento de logro solemne, la prenda que te quitó ese chico en aquella cita, o la que llevabas cuando dijo o hizo algo que te marcó y que conservas, porque aún te parece percibir en ella el aroma de días donde todo era mucho más sencillo.

Encuentras también la pila de leggins agujereados y jerséis llenos de bolitas, ropa inútil y destrozada a la que te aferras porque crees que quizá un par de puntadas puedan hacer que permanezcan en tu vida. Que tengan otro uso. Que sean aprovechables. Como algunas amistades. Como ciertas personas, que solo ocupan espacio y ya no aportan nada a quien eres.

Te quedas observándolo y sabes cuál es su destino, pero qué duro es expulsar al saco del olvido y la basura lo que en un momento determinado significó tanto para ti. Te planteas seguir agarrándote a ello, pero en el fondo sabes que la conversión ya está ocurriendo. Los has sacado del estante, porque lo nuevo merece tener un espacio cercano en tu vida.

Debes dejarlo ir.

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«Leggins goooo, leggins gooo»

Y es que el vaciado de armario es un poco el de la propia alma, el de los momentos vividos y las inocencias perdidas. Donde te analizas a ti sin trampa ni cartón, las expectativas que tenías y las realidades que has conseguido, las metas que persigues y el trabajo que haces para alcanzarlas. Quién eres, quien fuiste y quien serás.

Te enfrentas a los vaqueros que compraste solo porque te servían pero no volviste a ponerte porque realmente no te gustaban, o esos otros sin estrenar, que esperan que llegue su momento, porque simbolizan todo el optimismo que su existencia significa para ti. Las cosas que te regalaron y no devolviste por educación, remarcando las veces que te has conformado por no herir u ofender a los demás. Cuando no has sido tu prioridad a la hora de tomar las riendas de tu propia vida.

Esos pijamas, dados de sí y descoloridos que sigues poniéndote cuando nadie va a verte, porque son los únicos con los que realmente te sientes cómoda y segura cuando tienes miedo de tomar un camino distinto que hará que tú y el entorno que conoces corran el riesgo de verse alterados. Son tu zona de confort, te atan a lo acostumbrado y pese a su cariñoso tacto no siempre te permiten avanzar donde deberías.

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Zona de confort: descripción gráfica. ¿Próxima parada? Ninguna

Porque tú ya no eres esa persona. Has cambiado.

Yo lo he visto en el momento exacto de volver a poner en las perchas las prendas de diario y de vestir que indican quien soy ahora. Alguien que tomó la decisión de desarraigarse de cosas que antaño habría jurado conservar para siempre, lanzando al destierro lo que me traía recuerdos negativos, pensamientos malos sobre mí misma, regusto a fracaso, pena o soledad.

He llenado mis estantes y cajones con ilusiones nuevas. Camisetas de vivos colores, vaqueros en corte distinto, vestidos que llevaré en momentos de mi vida que opacarán los que dejo atrás. Porque igual que el cambio de estación supone alejar o acercar abrigos o chanclas, la evolución, la madurez y los giros que la vida nos tatúa en la piel hacen obligatorio descolgar la ropa del pasado y dar la bienvenida a la del futuro.

Ha sido difícil, no voy a negarlo. Y aunque he logrado desprenderme de prácticamente todo lo que me ataba a quien ya no soy, no he dejado de guardarme un par de prendas para no olvidar de dónde he venido, lo que he conseguido y cuánto he desgastado en el camino para llegar hasta aquí.

Vacié mi armario y comprobé con satisfacción que no he dejado de avanzar. Incluso si los pasos dados me llevaron a pantalones estampados de campana de los que ahora reniego, no me arrepiento de ellos porque implicaron que no me mantuve parada.

Seguí adelante. Con errores incluidos.

Cuando sienta nostalgia de mis pijamas destrozados y eche de menos mi zona de confort, tan conocida y estática, recordaré este momento, el saco de basura, las pilas de ropa y las despedidas, y sabré, aunque me cueste coger el sueño con las prendas nuevas, que aprendí.