La vida es una fiesta, y tengo una amiga que conoce al portero. Esa amiga, la que conoce al portero de esta fiesta que es la vida, es Roma Calderón. Un torbellino de mujer, un océano de persona, un huracán profesional. Ella es un escenario con alma, un ser especial hecho de estrellas por dentro al que conozco de otras vidas y con el que, inevitablemente, me he vuelto a encontrar en esta.

Recuerdo que era jueves por la tarde, acababa de llegar a casa y recibí un mensaje suyo: “¿Qué haces luego pequeño?». Yo llevaba todo el día trabajando, estaba cansado y al día siguiente el madrugón iba a ser otra vez inevitable. Pero la vida es eso, decir que sí a planes improvisados. Así que la respuesta fue inmediata: “Si es contigo lo que sea pelirroja».

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Me dijo que tenía que asistir a la exposición de un amigo en la que además ella había participado y me invitó a acompañarla, a ir juntos. Ella, yo, una multitud, unas copas, unas risas, unos aplausos. Cuando acepté la invitación me dijo: «Y así, de paso, me das un abrazo fuerte, que creo que lo necesito» 

Me encontré con ella en la plaza de Sol. Estaba radiante, como siempre. Comedidamente llamativa, elegantemente despampanante, insultantemente atractiva. Estaba muy Roma. Llegué a su lado, nos sonreímos muy de cerca, nos dimos un beso cargado hasta arriba de todo lo bueno, se agarró a mi brazo y caminamos juntos hasta el local.

Bebimos, reímos, charlamos y nos mezclamos con la multitud. Pasamos un rato muy agradable, como siempre. Aplaudimos juntos y llegado el momento le dije que me iba, era hora de retirarme. Ella me miró, me sonrió, y contestó: «Gracias por haber venido cariño, pero no te puedes ir aún. Me debes algo. Me debes ese abrazo». Yo sonreí también sin dejar de mirarla a los ojos, me acerqué a ella despacio y la abracé fuerte pegando su cuerpo al mío rodeándola con mis brazos, con mi barbilla sobre su hombro, y así permanecimos quietos los tres: el tiempo, ella y yo. Y cuando el tiempo volvió a ponerse en marcha, aún abrazados, le pregunté al oído en un susurro: «¿Estás bien, querida?» Y ella me contestó con una sonrisa que no pude ver pero sí sentir: «Sí cariño, lo que estoy es viva».

Y con ese abrazo que se quedó tatuado en el tiempo supe en un instante lo que significaba estar vivo. Porque estar vivo no es respirar, caminar y dormir. Estar vivo es tener parches en el alma y cicatrices en el corazón. Es desgarrarte, recomponerte, subir, bajar, rodar, ponerte del revés. Es tener ampollas en las ganas con tiritas de colores. Es gritar con las manos, cantar con los ojos, jugar con los sueños y volar con los pies. Es nadar en los sentimientos aunque sea a contracorriente, explotar de emoción, querer sin mesura y dejarte querer sin miedo. Es bailar en esta fiesta que es la vida como si nadie te estuviera mirando, como si fuera a terminar mañana. Estar vivo es sentir, coño, SENTIR. 

Así que siente, porque sentir es señal de que estás viva ¿Para qué hemos venido a la vida si no es para vivirla?

¿Y tú? ¿Estás viva?