Cuando echo la vista atrás y recuerdo a mi yo adolescente (y no tan adolescente), siento una mezcla entre nostalgia y pena. Nostalgia porque sin darme cuenta ha pasado ya década y media, y pena porque es probable que si por aquel entonces hubiera sabido la mitad de lo que sé ahora, todo habría sido diferente. Qué fácil suena, ¿no?

Quizás algunas niñas pegaban posters de Kate Moss y soñaban con parecerse a ella, con tener su cuerpo, con lucir melena rubia. Yo os juro que jamás pensé algo similar.

Yo no pensaba en Supermodelos, solo quería comprar en las mismas tiendas en las que compraban mis amigas. Quería pasar desapercibida por la calle y no recibir miradas desagradables e insultos desde los coches. Quería gustar a algún chico. No a todos, ¿eh? A alguno. Dejar de ser invisible y la mejor amiga de todos, sentir el calor de una mirada de atracción y el correr de las hormonas por la sangre. Deseaba que alguno de esos sms que todas recibían fueran para mi. Que el sobrepeso no fuera el centro de todas las conversaciones familiares. Que ir a la playa no fuera un suplicio. Quería ponerme un bikini, o bueno, al menos un bañador bonito que no fuera de abuela. Quería aguantar los tacones las noches de fiesta, sonreír sin miedo a desconocidos, ser solo una más y no siempre ‘la gorda’. 

A mis 30 años, a veces me sorprendo teniendo pensamientos muy similares a los de mi yo adolescente. Por supuesto ahora valoro cosas que antes no valoraba y la mayor parte de los días soy feliz con mi existencia. Sí, incluso con sobrepeso. Pero luego hay otros días, o semanas, o épocas (cuando te ves fea, cuando alguien te rechaza, cuando siguen mirándote de arriba abajo por la calle, cuando la ropa si no es online sigue sin caberte) en las que siento que la Elena de  los 16 sigue ahí en algún huequecillo, hurgando con un dedo en mi cabeza.

Sigo sin querer ser delgada, no lo necesito, ni tan siquiera creo que vaya conmigo. Pero también sigo sintiéndome pequeña y confusa ante algunas situaciones que me recuerdan que para la mayoría, yo nunca seré ‘normal’.

Y me diréis, ¿quién quiere ser normal en un mundo lleno de ‘normales pero gilipollas’? Pues sí, también es verdad. Entonces me obligo a buscar dentro de mi esas cosas que me hacen grande, que me hacen especial. Puede que la primera sea mi tamaño, pero la segunda es mi creatividad. También soy empática, me entrego especial y felizmente a los demás. Estoy un poco loca y siento predilección por mis iguales, pero creo que también soy lista. Tengo mucho sentido del humor y afán de superación. Soy ingeniosa, elocuente, divertida y siempre que nadie diga lo contrario, buena persona.

Además ya nadie me grita desde los coches porque voy con la cabeza bien alta. Gusto a los chicos como cualquiera de mis amigas (o puede que más, según se mire). Ya no soy invisible, más bien todo lo contrario, y si la gente me mira por la calle suele ser por la ropa estupenda que llevo independientemente de mi peso. Me encanta ir a la playa, cada año tengo más bikinis y bañadores en el armario y hablo abiertamente con mi familia sobre dietas y kilos de más. Sonrío a quien me da la gana y las hormonas vuelan dentro de mi a la velocidad de la luz. Ya no soy ‘la gorda’, ahora soy ‘Elena’. Y punto.

Quizás nunca sea lo que la mayoría consideran ‘normal’ ni me entren jamás los pantalones de Zara, pero os prometo que no cambiaba mi vida, mi familia, mis amigos y mis experiencias por nada del mundo. Cada año la vida pasa más rápido, intentemos no perder el tiempo pensando en lo que nos gustaría haber sido y centrémonos en disfrutar lo que somos. ¿Que hay que mejorar cosas? Pues estupendo. ¿Pero para qué seguir queriendo ser ‘normal’ si la magia de verdad siempre ha estado en las cosas raras?

A mi ya no me convencen, y espero que a ti tampoco.

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