¿Qué tienen que ver los paraguas y la obesidad?

Qué fácil sería, simplemente, no salir mañana de la cama. Ignorar el despertador, apagar la voz de la conciencia. Porque estás en esos días en los que solo piensas en mandarlo todo a la mierda. En cortar de raíz. Joder, qué bien te sentaría desaparecer. La cotidianidad te asfixia, se retuerce en tu garganta la irrefrenable ansiedad, y te percatas de que la rutina, aquella que recomiendan para calmar los nervios, trunca tu libertad, tu deseo de huir. No puedes hacerlo. No puedes escapar de tu vida. Tampoco es que quieras hacerlo de forma definitiva. O quizás sí, a veces.

Si miras por la ventana y está lloviendo, se te dibuja una sonrisa en la cara. Parece que el resto del mundo va a tener que mojarse los zapatos, como tú. O calarse los pies. Nadie es mejor que nadie: solo el que ha llevado consigo su paraguas, frente al desafortunado (o descuidado) que ha olvidado el suyo. Pero es un problema al que se le resta importancia. Puede comprar uno en un bazar. Si lleva chubasquero o un impermeable, tampoco es tan grave. No importa si el pelo se encrespa un poco: al día siguiente, o con una ducha (o con un rápido retoque en cualquier baño), vuelve a su estado original. No es demasiado preocupante que te empapes de pies a cabeza: te secas, te duchas como puedes e intentas no pescar el resfriado del siglo. Aún así, no es lo peor que te puede pasar, porque del resfriado se acaba saliendo (aunque haya quienes crean que sufren sus efectos eternamente: llegará la primavera y lo cambiaréis por alergias variadas, tampoco es algo por lo que escandalizarse).

Suelo pensar que soy como aquellas personas que olvidan su paraguas en mitad del diluvio universal. Algunos se preocupan de que no me cale, ofreciéndome su ayuda y mil y un consejos. Otros, no me hacen ni caso. Pero ninguno me dedica más de dos minutos de su tiempo. Tampoco se sienten ofendidos por mi falta de sentido común. En cuanto entren, con su vida a sus espaldas, en el vagón de metro, ya no se acordarán de mí, ni se preguntarán si he comprado o no un nuevo paraguas. Nadie le da importancia a mi problema. Nadie tiene en cuenta, tampoco, a la amable persona que, viéndome en apuros, queriendo mandar todo a la mierda, me ampara bajo la seguridad de su paraguas y me acompaña hasta el transporte público. Incluso esa persona no me retendrá en su memoria. El día seguirá siendo penoso, porque me he mojado y, encima, tengo que ir a una clase que no me gusta. Pero es mi día penoso. Porque a nadie le importa, realmente.

Ser obesa es como dejarse el paraguas en casa. Tienes un problema, pero este sí le interesa a todo el mundo. Es más, no es que les interese, es que llega a obsesionar. Los consejos sobre comprarte un nuevo paraguas ya no te dejan opciones: debes adquirirlo, o las consecuencias serán nefastas. Sí, claro que lo son. Las gripes pueden ser mortales. La obesidad, también. Combatir esta no es comparable a comprar un nuevo paraguas. Ojalá fuera tan sencillo. Ojalá no tuviera tantas ganas de mandarlo todo a la mierda. La lucha no es solo mi lucha, mi lucha constante contra mí misma, contra lo que soy, lo que fui y lo que seré si no intento remediar el problema. La lucha también es contra los demás. Qué desgracia que esta no sea, en su mayoría, con los demás.

Entras a un bazar y te compras un paraguas nuevo, pero no llevabas suficiente dinero, así que te conformas, por el momento, con uno plegable. Es un fastidio lidiar con uno de esos, pero solo será durante un día y, además, puede servirte para llevarlo en el bolso o en la mochila, y ya no olvidarte jamás de él. Pero no sirve con que compres uno plegable, debe ser el más caro de todos, aunque no tengas ni un duro. Porque es lo mejor para ti. Porque, a la larga, te vas a arrepentir si no lo haces. Porque puede que, en el momento, pueda ser útil, beneficioso, bueno. Porque se va a romper y vas a tener que conseguir otro enseguida. Porque, como accesorio, le resta todo el glamur a tu indumentaria.  Porque cabe la posibilidad de que se rían de ti, ya que es bien sabido que estos paragüitas se desfiguran en el momento en que corre un poco de aire.  

Lo del paraguas es un mal menor. Lo de la obesidad, ciudadanos del mundo, es peor que las guerras mundiales.

Que los obesos se quieran es una supernova a punto de explotar. Que, encima, posen desnudos en fotografías, causa la desaparición absoluta de la galaxia conocida.

A veces, solo quiero mandarlo todo a la mierda. Porque siento que la empática mirada de alguien que ve que no llevo paraguas en un día de lluvia no se repite cuando llevo a cuestas toda una vida de desprecios hacia mi obesa persona. En el primer caso, aquellos me observan con un brillo en los ojos que va gritando “sé cómo te sientes, qué mala suerte, a mí también me ha pasado”. Quizás, hasta sienten un poco de lástima. A veces se agradece. En el segundo caso también los hay con carita de cordero degollado, que te dedican un momento esculpiéndote con la mirada, ya sea con pena o sin ella. ¿Piensan que esto también podría pasarle a ellos? ¿Alguna vez les ha sido negado un simple roce en un autobús por su condición física?, me pregunto, devolviendo la mirada.

La obesidad es problema de todos. Al igual que otros muchos. Es más fácil suponer que todos los obesos siguen un mismo patrón, perpetuado a lo largo de años, consistente en su inagotable capacidad para ingerir alimentos de dudosa salubridad, y en su falta de voluntad para realizar actividad física. Y los habrá, claro que los habrá. Incluso los habrá que coman no por comer, sino porque no pueden dejar de hacerlo. Porque, queridos ciudadanos del mundo mundial, no pueden obviarse, tampoco, las carencias emocionales, los desórdenes mentales y las adicciones. Las comparaciones son odiosas (al igual que las generalizaciones). ¿Es alguien con una enfermedad pulmonar, necesariamente, un fumador compulsivo? ¿A este último se negaría la gente a cubrirle con sus impuestos una costosa intervención médica que pudiera salvarle la vida?

Que sí. Yo he pensado en mandarlo todo a la mierda. Pero de verdad. De verdad de la buena. Luego, pensé que, si no me quedaba, no existiría mi lucha. La que es mía. Y eso está por encima de cualquiera que se sienta con la superioridad moral de llamarme ballena sin conocerme. De obligarme a comprar el paraguas caro y endeudarme. Me quedaré sin aliento para gritarle al mundo que soy tan válida como los precavidos que siempre llevan paraguas y llevan una sonrisa pintada en la cara todos los días. Soy obesa y tengo un problema: no soporto la hipocresía y la toxicidad. Que se envenenen a ellos mismos, que yo me quedo con aquellos que me ofrecen resguardo bajo su propio paraguas y luego se olvidan de mi día de mierda, porque el mío no era un problema tan grave, y ya lo solucionaré sola.

María Robles