Era sábado. Me arreglé, quedé con mis amigos, fuimos a cenar y después nos dejamos llevar por el viento y la noche madrileña y fuimos a bailar. Me gusta bailar, me desinhibe el alma, me hace despegarme de la realidad. Era una noche de sábado más, divertida, regeneradora, antiestrés del trabajo, reparadora de energía. Nada destacable, nada más de lo normal.

Pero de repente le vi, bailando en medio de la pista como si hasta ese momento él no hubiese estado ahí, pero estaba, con los ojos cerrados y una sonrisa en la cara, como si le bailara a la música y no al resto del mundo. Podría volver a reconocerle bailando incluso con las luces apagadas. Estuve observándole sin poder apartar mi mirada de él, era hipnotizador. Eran sus gestos, sus manos, la forma de moverse, ese «nosequé» que te eriza la piel.

Y sin dejar de bailar, y sin dejar de sonreír, abrió los ojos directamente hacia mí y me miró, y me sonrió a mí y no al resto del mundo. Y yo sonreí también. Y bailé como si le bailara a él y no a la música, porque la música en realidad no me gustaba pero a él sí. Y nos fuimos acercando el uno al otro sin dejar de sonreír, sin dejar de bailar, y bailamos para nosotros y no para el resto del mundo, y no para la música, porque la magia de aquel instante era que aunque no nos gustase la misma música la estábamos bailando juntos.

Y a partir de aquel momento no recuerdo cómo ocurrió con exactitud, sólo sé que me di cuenta de que le quería sin querer, porque había convertido todo en ganas y esas ganas eran para él; que me gustaba sin tenerlo y me embrujaba sin saberlo, que desearle era una obligación y no pensarle un imposible, que sonreía por su culpa porque él era el culpable, que estaba feliz sin motivo porque él era el motivo, y buscarle, y sentirle, y llamarle, notar que me había despeinado el corazón, saber que ya estaba perdido, y tatuarme su nombre en mi voz.

Y sin pensarlo, como si fuera otra persona la que hablara y no yo, me vi susurrándole al oído como quien apuesta todo a una carta: «No sé si puedo hacerte feliz, pero prometo hacerte tocar el cielo con los dedos todas las veces que pueda».

Y el resto, amigos, es historia.

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