Yo, que he sido siempre la primera defensora del amor, romántica por excelencia, abanderada de las causas perdidas me arrepiento de conocerte.  De dejarme perder entre tus guerras.

Porque el amor duele. Duele hasta el punto de querer dejar de respirar, de arrancártelo de dentro para no tener que sentir más.

Yo que supe al primer instante que quería besar tu piel todos los días de mi vida y tú que me confundiste con una de tus chicas de saldo y esquina.

Tú y yo, que construimos un fuerte para refugiarnos en las noches frías y  no nos dimos cuenta de que había una fuga de besos, con razón perdimos tantas sonrisas. Supongo que también perdimos por el camino nuestro sueño de envejecer juntos.  Sólo quería que me dijeras «te quiero», que me abrazaras y me prometieras que todo iba a ir bien, que me aseguraras que lo único que querías era verme amanecer. Maldita frialdad la tuya.

Y ahora me duele cada poro de mi piel. Como si el fantasma de las huellas de tus dedos me quemara. Como si todas las medias noches que sólo supiste darme ahora me incendiaran el alma.

Te juro que quería besarte como nadie lo había hecho. Que pese a todos tus miedos me susurraras un «me quedo».  Y tonta de mi lo único que me quedó fueron tus abrazos que no abrazan nada.

Y aseguras que sólo puedes quererme así, de manera incompleta, porque es todo lo que sabes dar. Y yo te contesto que he borrado todos nuestros pronombres posesivos, que no te preocupes que tengo la certeza de que nos irá bien, aunque me duela que esta sea la última vez que mi colchón oiga tu voz.