Os voy a contar una historia real, es la historia de dos conocidos. Por aquel entonces no eran del todo amigos, pero se caían en gracia. Se encontraban de tanto en cuando por medio de amigos en común, en locales, en la calle, en terrazas. No eran amigos, pero a los dos les brillaban un poco los ojos cuando se veían. Ese brillo, ya sabéis: sonrisa en la cara, un hola desde lejos, apartar al resto de la gente para saludarse los primeros, con la sonrisa casi dada de sí y la mano en la cintura del otro 2 segundos más de lo necesario.

Una noche de sábado, una de tantas, volvieron a encontrarse en un local, con muchos amigos en común esta vez, era el cumpleaños de uno de los dos y estaba de celebración aunque el otro no lo sabía. Mismo ritual, mismas sonrisas, mismos saludos con brillo en los ojos. Se observaban desde lejos pero ninguno decía nada, porque eran conocidos, sólo eso.

La noche pasó y cada uno regresó a su casa. Benditas redes sociales, a veces: el aviso del cumpleaños saltó en el ordenador del otro, y éste tardo sólo unos segundos en enviar un mensaje al cumpleañero: «Si lo hubiera sabido te habría felicitado como es debido esta noche». Y esta fue la excusa perfecta para estirar aquellas sonrisas y aquellas ganas que nunca se atrevieron a confesar: «Si quieres te invito a una copa en casa, como amigos, y así te felicito.»

Y como amigo fue a su casa, y como amigo se tomó esa copa con él. Al final la copa resultó ser varias, y hablaron lo que no habían hablado hasta entonces, cada uno en su lado del sofá, mirándose a los ojos mientras hablaban pero sin atreverse a cruzar esa barrera invisible que hasta entonces les separaba. Cada uno de los dos moría de ganas por dentro, y se preguntaba sin saberlo si el otro también estaría muriendo. Creedme si os digo que se podía cortar el ambiente con un cuchillo entre ellos.

Y tras varias copas, mucho hablar y mucho sonreírse, aguantarse las ganas como si fueran prohibidas y haber alargado la noche hasta que no daba más de sí, le dijo: «Se ha hecho tarde, no hace falta que vuelvas a tu casa ahora, quédate a dormir si quieres.»

Y así fue. Los dos se fueron a dormir, cada uno en un lado de la cama, con las luces apagadas y los ojos cerrados. Y si les preguntáis por separado los dos jurarán que ninguno se movió de su sitio de la cama, y puede que así fuera, puede que fuese el mundo el que se movió a su alrededor, pero el caso es que cuando quisieron darse cuenta los dos ya notaban el aliento del otro en su cara, un aliento que olía a deseo y que cada vez estaba más cerca, tan cerca que sus narices se rozaron y tan sólo con ese roce sus pieles se erizaron y un pequeño suspiro se escapó de sus bocas, bocas que irremediablemente se juntaron y se fundieron en un beso con ansia, un beso con ganas, con muchas ganas. Y a partir de ese momento sí que os puedo asegurar que el mundo se movió y que la habitación giró y giró, que las paredes se desgarraron y que la cama dio la vuelta, que sus ganas fueron hechos y sus intenciones libres, que el protagonista fue el deseo y sus respiraciones un dueto, y que como estaba predestinado a ser, dejaron de ser sólo conocidos.