Tenía 16 años. Cuando se miraba al espejo, veía unas gafas rectangulares, el pelo lacio y castaño y una nariz respingona. No le gustaba su tripa, ni sus piernas ni sus brazos. Era lo que otras personas llamarían una perdedora. Se reían de ella en clase por su forma de vestir y sus gustos frikis. Había dado su primer beso a un chico bizco que boicoteó todas sus redes sociales cuando le dio calabazas. Su segundo fue a un chico por el que estaba colada, con el pequeño problema de que la persona por la que él perdía la cabeza no era ella. El tercero fue un lío de una noche que en vez de morrear con la lengua intentaba hacerlo con los dientes. Por aquel entonces, no hubo un cuarto.

En esa época de su vida, había un chico. Le daba un vuelco el corazón cada vez que hablaba con él. Las conversaciones eran largas y las despedidas casi imposibles. Conectaban a un nivel tan profundo que en unos pocos días se conocieron como si hubiesen crecido juntos. Se enamoró de ese chico. Bueno, al menos creía que era un chico. Aunque confiase en él, Internet siempre deja margen a la duda. Sabía su nombre, su teléfono y había visto algunas fotos, pero, ¿qué garantía es esa?

Sin embargo, esta historia no va sobre cómo descubrió una horrible verdad, donde su chico era una vieja lesbiana o un pedófilo salido. No. Ese chico era su chico y todo lo que le dijo a nuestra protagonista fue verdad. Esta historia va sobre lo que podría haber pasado y lo que de verdad pasó.

Le conoció en verano a través de una red social. El hecho de que fuera verano es importante, porque ninguno de los dos tenía clase, así que se dejaban los dedos en el teclado del Messenger (si, aquella herramienta prehistórica de comunicación) hasta altas horas de la madrugada. Se conocieron por el sencillo hecho de tener gustos en común. Hablaron de un millón de tonterías, pero también de cosas serias. Ella le contaba problemas con la familia y él la consolaba. Él le contaba las locuras que hacía con sus amigos y ella se reía. Ella le sentía a su lado aunque estuvieran muy lejos y él bromeaba con que cualquier día de estos, serían vecinos. El chico entró en el mundo de aquella pobre pardilla, se instaló en él, lo pintó de diferentes colores y le dio luz. De pronto, aquella chica ya no se sentía ni tan fea ni tan gorda. Se despertaba radiante y se acostaba con una sonrisa en la cara.

¿Qué pudo haber pasado después?

A la chica le gustaba ese chico. Y, la verdad, sospechaba que también ocurría a la inversa. En una de esas madrugadas veraniegas, reunió todo el valor que pudo conseguir y, con dedos temblorosos, consiguió teclear: “Me gustas”. Se quedó mirando aquella frase. Sencilla, pero con grandes pretensiones. Se tapó los ojos con una mano mientras pulsaba a ciegas la tecla de enviar. Los segundos de espera se hicieron eternos.

Se ha conectado. Lo ha leído. Está escribiendo.

“Tú a mí también”. ¡Confeti de colores! ¡Fuegos artificiales! ¡Coros celestiales!

Después de eso, empezaron a salir. La distancia era un fastidio, pero no era tan dura como se habían imaginado. Hablaban por teléfono a diario, se enviaban cartas de amor y hacían alguna que otra guarrada por webcam.

Se encontraron por primera vez en invierno, el día en el que el chico cumplía años. La chica llamó a su puerta y dijo: “Soy tu regalo”. Ocurrieron muchas primeras veces para ella: la primera vez que montaba en avión, la primera vez que iba a Barcelona, la primera vez que veía a su chico, la primera vez que lo besaba y la primera vez que hacía el amor. Se perdieron por las calles de la ciudad, entre los brazos del otro y entre las sábanas de la cama. Ninguno de los dos sabía que existía ese tipo de felicidad, aunque la despedida les partió el alma. Solo quedó en pie un pedazo con la promesa de volverse a encontrar en poco tiempo.

Con los años, unos ahorros en el banco y mucho coraje, la chica por fin se decidió a coger un billete solo de ida.  Adiós frío en la cama. Hola beso de buenos días.

¿Qué pasó realmente después?

A la chica le gustaba ese chico. Y, la verdad, sospechaba que también ocurría a la inversa. En una de esas madrugadas veraniegas, reunió todo el valor que pudo conseguir y, con dedos temblorosos, consiguió teclear: “Me gustas”. Se quedó mirando aquella frase. Sencilla, pero con grandes pretensiones.

No. No se atrevía. Aún no. ¿Cómo podía declararse? ¿Y si la rechazaba? ¿Y si no era mutuo? ¿Y si había malinterpretado sus palabras? Borró la frase y espero una oportunidad mejor. Espero por tantas oportunidades que le faltaban dedos en el cuerpo para contarlas.

Pasaron los días y las semanas. La chica se conformaba con seguir así siempre y cuando hubiese conversaciones eternas. Pero un día, apareció un nombre desconocido. Un nombre de mujer. El nombre de la mujer de la que el chico estaba enamorado.

La chica lloró. Cuando la deshidratación le impidió que salieran más lágrimas, se tragó su orgullo y ayudó al chico. Porque ella era una buena amiga. Solo una buena amiga.

Poco a poco, en el mundo de la chica, el color de las paredes empezó a desconcharse y las luces brillaban menos. Las conversaciones dejaron de ser infinitas. El chico hizo las maletas y cerró la puerta al salir.

Con el tiempo, otros chicos entraron con una inocente velita y acabaron incendiando aquel pequeño mundo. Otros, tallaron su nombre en las partes más recónditas y se fueron, para volver al poco tiempo y marcharse de nuevo. El último consiguió pintar estrellas en el techo y aún sigue haciendo las noches de la chica más cálidas.

Han pasado 7 años de aquello. La chica no se arrepiente de su pasado, porque eso la ha llevado a donde está ahora en el presente. Es feliz y le gusta su vida. Pero de vez en cuando, echa la vista atrás y piensa en su falta de confianza, en su miedo a saltar el abismo y en las ocasiones que se le escaparon entre los dedos. Porque quizás y solo quizás, esa vida alternativa también la hubiera hecho feliz.

Autor: Elle P.