Empecé a pensar en todo esto hace alrededor de un mes, cuando un chico con el que había salido dos semanas hace unos cinco años me escribió por Facebook. Lo hizo ni más ni menos que para preguntarme por qué lo había dejado tan súbitamente en aquella primavera de 2009, cuando todo parecía estar bien entre nosotros. Bastante sorprendida por la pregunta, le dije la verdad: que en aquel momento no tenía el cuerpo para relaciones, que tenía la cabeza llena de pájaros, que simplemente me aburrí. Mayor fue mi sorpresa cuando, al preguntarle por qué esta duda tanto tiempo después, me dijo que durante estos 5 años, había estado creyendo que había hecho algo muy mal. Terriblemente mal. Que se había equivocado. Al parecer, no se le pasó por la cabeza que aquel lejano no eres tú, soy yo que le dije con mi mejor cara de dramaqueen antes de irme y dejarlo allí desconcertado en un parque era, simplemente, la verdad.

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¿Por qué tenemos esa tendencia, nada sana, a asumir que las excusas, pretextos y motivos que nos da el otro al acabar una relación con nosotras, o al no querer empezarla son mentira? “Dice que no es por mi pero seguro que habré hecho algo mal”, se lamentaba una amiga hace no mucho. Pensar que el chico en cuestión no tenía ganas de una relación era simplemente inasumible. Ella se había equivocado. Punto.

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No sé vosotras, lectoras, pero yo me he portado de modos muy raros con chicos que no habían hecho nada para merecerlo. He dejado, como os comentaba, a más de una pareja por estar aburrida.  Y no porque ellos fuesen especialmente aburridos, al contrario, sino porque yo tenía ganas de estar a mi aire, y me cansaba rápido del subidón inicial de la relación. He tenido citas con más de uno para que otro se enterase y espabilara de una vez.  En el último año, he dejado estropearse un inicio de relación con una de las personas con las que mejor he encajado nunca por estar cegada por otra que jugaba abiertamente conmigo. He tardado meses en darme cuenta de que un chico que estaba detrás de mi era exactamente lo que estaba buscando, y como no, lo he hecho demasiado tarde tras meses mareándolo. Y lo cierto es que ninguno de estos chicos tenían la culpa de nada, ni se habían equivocado, ni eran raros. No eran ellos, era yo.

Por contaros un par de anécdotas, os llevaré conmigo a una noche de verano en un antro del Barrio Latino de París. Allí me encontré a un chico español, escandalosamente joven y con cara de perdido. Decidí que quería besarlo, y claro, lo hice. Pasé un buen rato, y cuando me pidió mi número, decidí dárselo, prometiéndole que nos veríamos al día siguiente. Sin embargo, llegó el día siguiente, y yo tenía más ganas de salir por ahí con mis amigas que de verlo, así que ignoré sus mensajes y, diciendo algo así como «es muy joven, alguien tiene que enseñarle que estamos locas», me fui de fiesta. El pobre chico acabó mandando un whatsapp a una amiga mía a los dos días preguntándole qué había hecho mal. En qué se había equivocado. Qué me había hecho cambiar de opinión. La culpa tenía que ser suya, que yo fuese una loca no entraba en las opciones.

El viernes pasado volvió a pasarme algo parecido. Un tequila, otro, otro. Otro chico mono escandalosamente joven. Me besa. Me dejo besar. Me muero de risa. Es terriblemente mono, y no para de hacerme reír. Me siento una niña pequeña. En una nube. Pero salimos del bar en el que estamos, el chico mono se aparta de mi un momento, y ¡tachán! de repente me veo a mi misma cruzando la mirada con ese chico con el que llevo un año que ni sí ni no, ni no ni sí. Y el chico mono ya no existe, ni la nube, ni nada. Sólo existe la sonrisa que llevo meses dejando que me maree. El chico mono me dice que se va a casa, y sé que está desconcertado. Probablemente piense que ha hecho algo mal. Y sin embargo, no. Una vez más no era él, era yo.

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Aunque parezca mentira, no os cuento todo esto para que me toméis por loca, ni para conseguir una orden de alejamiento por parte de mis lectores masculinos. Os cuento todo esto porque creo que hacer tonterías y cosas raras en nuestra vida sentimental no es nada del otro mundo, sino que entra dentro de lo común. Que a veces ni nosotros mismos nos entendemos, no tenemos muy claro lo que queremos, y eso de no eres tú, soy yo es simplemente cierto.

Claro que a veces mentimos para no hacer daño al otro. Claro que a veces es más fácil dejar caer cuatro tópicos sueltos que una verdad que duela. ¿Pero por qué asumir que esa es la regla? ¿Por qué creer que siempre somos nosotros los que hemos hecho algo mal, que no hemos estado a la altura, que deberíamos habernos comportado de otra manera, cuando a veces todo es tan sencillo como que no es el momento, que las circunstancias han cambiado o que uno de los dos ya no es el mismo?

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Hace poco me rechazó un chico. No me lo esperaba, la verdad. Había asumido que yo también le gustaba y que no había motivos para que mis planes se torciesen. Y sin embargo, lo hicieron. Me dijo que me veía como una amiga, que lo sentía si me había hecho pensar algo más. Y en la difícil tesitura entre odiarlo, sentir que no era suficiente para él, pensar en todos mis errores y flagelarme; o creer que simplemente me había dicho la verdad, opté por lo último. Decidí que era él, no yo. ¿Y sabéis una cosa? Es una de las mejores decisiones que he tomado en mucho tiempo.