No me gustan las aceitunas. Nunca me han gustado, y he intentado que me gusten creedme. Lo he intentado de pequeño, de no tan pequeño y de mayor. No entiendo por qué, no es genético, a toda mi familia le encantan. Si fuera genético a alguien de mi familia no le gustarían. El color de mis ojos sí es genético por ejemplo, lo heredé de mi abuela.

Mi abuela fue una gran mujer: sencilla, elegante, divertida, con una ética de vida memorable y un corazón maravilloso. Nunca la hemos llamado abuela, jamás, siempre la llamamos Menchu, nuestra Menchu, por eso siempre decía muy orgullosa que tenía ocho nietos pero que no era abuela. Cuando la gente le preguntaba por sus nietos ella decía: «Son maravillosos, tan maravillosos que les quiero más por cómo son que por ser mis nietos». Tuvo una vida plena, y se marchó de ella igual que la vivió: con elegancia y sin hacer mucho ruido. Se marchó feliz.

A mi abuelo le costó remontar el vuelo de la vida después de que Menchu nos dejara. Pobre. Llevaban 65 años juntos. Se dice pronto ¿eh? 65 años durmiendo juntos cada noche y despertándose uno al lado del otro cada mañana. 65 años riendo, compartiendo, creando una familia, moviéndose por el mundo como si fueran una sola persona. 65 años sin separarse. Nunca. Tiene que ser muy duro, mucho, despertarte una mañana y sentir que esa persona a la que has amado durante toda tu vida ya no está a tu lado. El día que mi abuela murió, mi abuelo murió un poco en vida también.

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Desde que me alcanza la memoria cada sábado de cada semana toda la familia nos reuníamos en casa de mi abuela para comer. Abuelos, tíos, sobrinos, nietos. Recuerdo esos pucheros enormes de comida y ese cariño en cada plato. Desde que ella nos dejó su casa se quedó vacía los sábados, así que íbamos a buscar a mi abuelo a su casa, dábamos un paseo, nos tomábamos el aperitivo con él en algún bar y luego íbamos todos a comer a casa de algún familiar o a la nuestra. Uno de esos sábados mis padres, mi abuelo, mi hermano y yo llegamos al bar de turno a tomar el aperitivo. Mi abuelo se sentó en el bar, se pidió un vermouth y cuando la camarera nos trajo las bebidas vi como él sacaba la aceituna de su vaso, la levantaba en el aire y mientras la sostenía buscaba con la mirada a quién dársela, hasta que sus ojos se toparon con los míos y entonces me la dio a mí. Yo sostuve la aceituna en el aire sin entender por qué me la había dado. A mí no me gustan las aceitunas.

Busqué con la mirada a mi madre que estaba sentada a mi lado, y con la aceituna aún en el palillo entre mis dedos le pregunté en un susurro: «Mamá ¿Y esto? ¿Es que no le gustan las aceitunas?», y mi madre sin dejar de mirarme a los ojos con una expresión nostálgica en su cara me contestó: «Sí que le gustan cariño, sí que le gustan. Pero a tu abuela le gustaban más aún, así que durante los 65 años que estuvieron juntos cada vez que se tomaban el vermouth tu abuelo sacaba su aceituna y se la daba a tu abuela, porque sabía que a ella le encantaban. Son 65 años haciéndolo Miguel, y a estas alturas no va a dejar de hacerlo nunca».

Volví a mirar a mi abuelo y me di cuenta de que él no había reparado en aquel hecho, lo tenía tan arraigado en su vida que lo hizo instintivamente. El corazón se me erizó…

Desde aquel día no he podido encontrar un gesto que represente mejor el amor hacia otra persona que darle tu aceituna todos los días de tu vida.

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