Es domingo 28 de diciembre. Estoy sentado en el autobús que me llevará de vuelta a Madrid esperando a que los demás pasajeros dejen sus maletas en el portaequipajes y suban a sus asientos. Maletas llenas de regalos recibidos por estas fechas, de ilusiones compartidas con seres queridos a los que vemos menos de lo que nos gustaría, de abrazos interminables y de momentos entrañables.

La mayoría volvemos a nuestra ciudad de adopción después de pasar estos días en compañía de nuestras familias. Los días de Navidad han terminado, toca despedirse y regresar a nuestros hogares.

Desde la ventanilla veo guardar los equipajes, abrazarse, darse besos y desearse mucha felicidad para el año nuevo que se avecina. Gestos de nostalgia aún sin haberse ido, echarse de menos aún sin haberse separado. Las personas que se marchan van subiendo al autobús y las que se quedan comienzan a caminar de vuelta a sus casas, girando la cabeza de vez en cuando y despidiéndose con la mano mientras vuelven la mirada hacia nosotros. Todos menos una pareja que permanece de pie en el andén sin terminar de separarse del todo como si de los polos opuestos de un imán se tratasen.

Es una pareja joven, no llegan a la treintena. Ella es castaña con el pelo largo y ondulado, tiene el rostro dulce, pestañas largas y una expresión tierna, casi infantil. Él es moreno con el pelo alborotado, más alto que ella, de espalda ancha y ojos grandes. Cuando les veo por la ventanilla están unidos en un abrazo que se funde con un beso suave pero apasionado, ambos cargados de cariño. A mitad del beso que parece durar eternamente aunque sólo transcurren unos segundos los dos cierran sus ojos como si se transportasen a otro lugar. Cuando el beso termina y separan sus bocas, sus caras quedan una frente a la otra a un escaso palmo de distancia y el abrazo se deshace hasta quedar agarrados solamente por sus manos pero sin llegar a soltarse del todo. Sus ojos se abren y permanecen quietos mirándose fijamente el uno al otro, es una mirada llena de sentimiento pero entrecerrada que murmura sin hablar: “Sé que tienes que irte pero no puedo vivir sin ti”, y el beso se transforma en una sonrisa cargada de amor pero algo torcida que dice sin mover los labios: “Qué feliz me haces pero cuánto te voy a echar de menos”.

Los dos vuelven a fundirse en uno, otra vez el abrazo, otra vez el beso, intentando apurar el roce de los últimos segundos de la despedida antes de separarse. Muy despacio la cara de él se mueve hacia un lado hasta que su boca roza la oreja de ella y como si la vida le fuera en ello, como si nunca más fuera a decírselo, mueve sus labios y le susurra al oído un sencillo “Te quiero”. Y ella, sin separar su mejilla de la de él, cierra sus ojos y sonríe mientras una lágrima resbala por su cara.

Él ha subido al autobús y está sentado delante de mí haciendo el mismo trayecto que yo, pero con un corazón en su maleta y una lágrima en el bolsillo.