Aunque lo neguemos.

Aunque nos sonrojemos escandalizadas ante familiares y conocidos de segundas.

Aunque vayamos de liberales progresistas defensoras de la mujer más allá del objeto-trinchera.

Nos gusta el porno. A veces.

Sabemos dónde encontrarlo y cómo se categoriza. Sabemos, (aunque finjamos sorpresa y espanto ante una cita primeriza) qué es POV y que bukkake no es una cadena de restaurantes de sushi low cost.

Sabemos cómo usar nuestros conocimientos sobre pornografía para sorprender y espantar a partes iguales. Jugamos con auras de misterio y erotismo construidas sobre mantos hilados con una experiencia sexual de la que normalmente sólo revelamos lo justo para no ruborizarnos, para no ruborizarles.

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Eso sí: a nosotras suelen gustarnos los cinco primeros minutos de ese abundante porno mainstream gratuito, juicioso y falo-céntrico al que normalmente tenemos que recurrir.

Concretamente los cinco minutos antes de perder el erotismo (y las bragas).

Nos encanta el pre-calentón tangible de los gestos y las miradas, el escenario y las imágenes momentáneas de partes de cuerpos ansiosos en contacto. Alargaríamos previos, besos, dedos y manos en situaciones húmedas y oscuras; y acortaríamos embestidas, litros, uñas postizas y centímetros.

Vamos, que nos gusta la historia, el antes, el ‘cómo llegué ahí’ de vuestro ‘así se la metí y se lo tragó’.

Pero no lo reconocemos ante cualquiera. Casi ante nadie.

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Somos señoritas que han durado más allá del concepto mismo, señoritas así, en cursiva de esa que denota que la palabra no pertenece, que no pega, que no debería estar ahí. Pero claro, arrastramos toneladas de años de represión y dobles morales que se han traducido en hiperbólicos sonrojos y tabúes. En culpabilidades auto infringidas, en deseos obscenos, naturales pero disfrazados y ocultos en frases hechas y falsas caras de asco.

Pero en silencio, en secreto, en privado, somos seres lascivos, enteros, auténticos, calientes.

Ahora solo queda una salida: la del armario del falso pudor, de la culpa autoimpuesta y fomentada por años de ostracismo sexual femenino, del armario dónde el qué dirán importa más que el placer mismo.

Ahora sólo queda que una nueva generación, omnívora en cuanto a cultura, en cuanto a géneros y a experiencias fomente un giro del porno actual, tan básico, tan masivo; hacia un porno travieso que busque y que retoce con el placer de ambos sexos, con menos artificios y mentiras, que para eso ya está Disney.

Alta y Clara.