Desde que tengo uso de razón me pegaba con un niño de la playa. Me pegaba de zurrarme, a palo limpio, agresión y violencia, desde siempre. Nuestras madres siempre nos separaban y nos mandaban a cada uno a una punta de la playa, pero siempre nos las amañábamos para acabar juntos y poder odiarnos un rato más.

Solamente nos veíamos de verano en verano y era para proferirnos profunda inquina diaria, qué rabia me daba su cara os lo juro.

 

El caso es que un día sin previo aviso, de repente, el verano en el que yo tenía dieciséis y el diecisiete, algo cambió.

En medio de uno de nuestros combates en el cual el señor estaba subido a mi espalda y me tiraba agua a la cara para intentar ahogarme me mordió el cuello. Así, sin previo aviso, sin pedir perdón ni permiso. ME MORDIÓ EL CUELLO. Mirad, bellas flores, a día de hoy el tema de mi cuello y yo es algo personal, además de un serio problema, porque es mi talón de Aquiles y lo llevo fatal, pero es que aquella era la primera vez que me pasaba.

Un escalofrío que me recorría desde la punta de los pies hasta el cuero cabelludo, se me pusieron todos los pelos de punta y se me encogió el estómago muy fuerte, como que se hizo un nudo. Me paralicé muy fuerte, mi cuerpo no respondía.

NO ENTENDÍA QUÉ ACABABA DE DESPERTARME ESE NIÑO.

Pero me gustaba, me gustaba mucho. Me gustaba lo que despertaba en mí y lo que era él en sí. Señoras y señores: el niño violento de la orilla de la playa se convirtió en mi primer amor, mi primer amor de verano.

Desde ese momento las peleas ya cambiaron, ahora eran la excusa para irnos al fondo del mar y mordernos la oreja, acariciarnos el cuello, estar pegados el uno al otro sin despertar sospechas.

El verano fue pasando y cada vez era más bonito, acabamos besándonos en el muelle, con una preciosa luna encima, el mar de fondo y los dos pipiolos sintiendo más de lo que creían saber que sentían.

Pero como todos los amores de verano, el verano terminó, aunque no con él amor. Al menos no por mi parte. Fijaos si me pegó fuerte que hasta bien acabado el primer cuatrimestre de universidad no besé a nadie, dos años enteritos enamorada de su recuerdo. Bien de intensa que es una desde los cimientos.

El verano siguiente no bajó porque se quedaba en su tierra trabajando y a la siguiente Navidad (es decir, dos Navidades después de que pasáramos el verano mágico del Corte Inglés) me escribió un SMS en Nochevieja.

«Pequitas, feliz año nuevo, espero que todos tus deseos se cumplan y que ninguno de ellos sea que yo esté allí, porque por mucho que quisiera no podría cumplirlo. Eres muy especial, sé feliz.»

En realidad no era tan bonito y estaba lleno de ‘xk, k, xao, bss’ y cosas varias típicas de la época, pero a mi me mola recordarlo así de bonito.

Salí a la calle y le llamé, estuvimos hablando muchísimo tiempo, horas, sí que nos dijimos que nos echábamos de menos, pero no fue una llamada romántica, para nada de hecho, pero una es feliz con poco y yo me quería derretir pensando que aunque hubiera pasado un año y medio aún se acordaba de mí.

Colgamos y seguimos con nuestra fiesta, cada uno en una punta de España, hasta que algo se me movió por dentro, algo no iba bien, nada bien.

Nunca he sabido explicar esa sensación, ni siquiera ahora con la distancia y el tiempo pasado, tenía como el corazón en un puño, encogido en el pecho, una corazonada que me decía que algo no estaba en orden, que él no estaba bien.

Pedí el teléfono a mis amigos para llamarle y nadie me lo quería dar, me contaban que estaba loca y que les iba a gastar el saldo para nada, fui corriendo a casa y le quité el móvil a mi madre y le llamé con los latidos en la garganta. Sonaron los pitidos muchísimas veces, saltó el buzón y nadie me lo cogió. Me fui a la cama pensando que era idiota perdida, que se me iba la olla muy a menudo y que debía dejar de creerme protagonista de una comedia romántica.

A la mañana siguiente, 1 de enero, me despertó el teléfono fijo de casa sonando. Mi madre lo cogió y hablaba con alguien casi gritando, vino a la habitación y me llamó diciéndome que la madre de este chico estaba al teléfono y quería hablar conmigo.

Me contó que su hijo había bebido muchísimo en Nochevieja, que se puso fatal y sus amigos lo tuvieron que llevar a un local que tenían alquilado, taparlo con mantas, ponerle una estufa de lo que estaba tiritando y dejarlo allí hasta que se le pasara el pedo.

La estufa prendió las mantas y el local se incendió con él dentro. Al estar dormido y borracho él no se enteraba de nada. Hasta que le llamé y el sonido del móvil le despertó. Salió de allí con varias quemaduras, cortes y un esguince en el pie izquierdo, pero más allá de eso no pasaba nada.

Su madre me llamó para darme las gracias y decirme que era su ángel, que gracias a mí su hijo seguía vivo.

Seis años después no pasa ni un solo fin de año en el que no me despierte pensando en él y en esa conexión que teníamos. Después de todo este tiempo no ha vuelto a pasar nada entre nosotros, pero yo sigo creyendo que aquel amor de verano siendo tan joven es lo más real y puro que me ha pasado hasta la fecha.