Lo conocí hace año y medio. Al principio no le eché cuentas, porque no era el momento indicado: él por entonces tenía novia, y yo llevaba un año soltera después de una relación larga y tortuosa.
Cuando lo vi por primera vez, me pareció bastante mono y no charlamos mucho, pero poco más. Así pasaron los meses, y yo lo veía de vez en cuando, porque tenemos amigos en común, hasta que una noche, simplemente sucedió. Salí a fumarme un cigarro, y él estaba allí solo. Era pleno invierno, y me sorprendió verlo en una terraza desierta. Me senté con él, comenzamos a charlar.
Dicen que hay personas en la vida que llegan como un vendaval para desorganizar lo que tienes planeado. Bueno, creo que él llegó para eso. Conectamos de tal forma que cuando nos dimos cuenta habían pasado dos horas. Así me enteré que había roto con su novia meses atrás, sus gustos, que básicamente eran iguales que los míos, y sus ganas de comerse el mundo, de querer llegar lejos, a las estrellas. Esa noche intercambiamos teléfonos.
Nada fue buscado, ni planeado, ni siquiera controlado. Un día mi vida era tranquila, con las ideas bastante claras de que no quería tener nada con nadie, no después de todo lo ocurrido con mi anterior pareja. Llevaba sola mucho tiempo, sin rollos ni “amigos con derecho a” por decisión propia, no por pocas oportunidades. Estaba decidida a conocerme a mí misma y sanar. Sanar hasta que pudiera darme por completo… hasta que apareció él.
Hablábamos todos los días, a todas horas. Al principio, cosas sin importancia, luego comenzamos a contarnos nuestras experiencias personales. Quedábamos para ver pelis, para hacer deporte, para comer o simplemente porque sí, porque nos daba la gana. Porque nos gustaba. Y así, como quién no quiere la cosa, un día me di cuenta de que las jodidas mariposas en el estómago estaban ahí, revoloteando después de tantos años.
Fue el momento más hermoso y a la vez más terrorífico de mi vida. Yo, una mujer hecha y derecha dispuesta a quedarse sola hasta que mis gatos me comieran, con una vida planeada a base de no meterme en otro lío amoroso, había caído sin previo aviso en lo que tanto temía: que otra persona me gustara de verdad. Y un día, de esos días que simplemente quedas sin planear, sin tener nada claro, sucedió. Nos acostamos.
No voy a decir que fue un camino de rosas. Ambos somos muy diferentes, la noche y el día. Él, hermético y solitario. Yo sociable y gritona. Era una combinación rara, pero encajábamos, a pesar de todas las veces que me boicoteé a mí misma y a la relación. Por aquel entonces, yo era muy controladora, insegura, y le daba tres mil vueltas a todo. No me explicaba cómo yo, una chica del montón, dura, borde y con un carácter fuerte, pudiera interesarle a alguien como él. Pero lo hacía.
Decidimos seguir quedando como antes, pero incluyendo el sexo. Nada serio, pero tampoco nada de una noche: nos convertimos sin darnos cuenta en follamigos.
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Quedábamos una vez cada quince días, y para mí estaba genial. Me daba tiempo para mí, mis aficiones, mi trabajo, mis amigos, en definitiva, mis cosas. Tres meses más tarde, todo cambió. Comenzamos a quedar más, y no solo para estar en mi casa y echar el polvo de rigor. De repente se estableció la extraña rutina de vernos una vez por semana, a veces dos. Cenábamos, íbamos al cine, a conciertos, paseábamos por la playa, íbamos de compras, de tapas, a ferias y teatros. Así conocí su pasado, su presente, sus miedos. De no darnos explicaciones, a darnos todas las del mundo. De intentar dejar todo en algo superficial, a interesarnos todo lo del otro.
No éramos pareja, pero tampoco follamigos. Nos situamos en un limbo de mantenernos cuerdos sin intentar quemar la relación, de preguntar sin preguntar, de ponerte celoso y decir que no, porque no éramos nada, y en parte lo éramos.
Asi fueron pasando los meses. Y los que en unpcincipio era un rollo pasajero, de unas semanas, acabó por llegar al año. Y yo ya estaba loca por él de tal forma que me dolía. Me traía regalos, me cuidaba, me mimaba, sabía todo de mí, y yo de él. A veces peleábamos, otras nos abrazábamos desesperados y terminábamos en la cama, pero fuera lo que fuera, cualquier impedimento, lo superábamos, porque nos queríamos a nuestra insólita manera.
De repente, el sexo no se convirtió en nuestro nexo de unión. A veces quedábamos simplemente porque queríamos vernos, y no nos acostábamos. Y esos días me entraba el miedo, un miedo atroz e irreverente a que estuviera con otra, a que compartiera estos momentos con ella, a que sus besos ya no fueran solo míos. Y un día, mientras reía por alguna de mis tonterías, me di cuenta de que me había enamorado irrevocablemente de él.
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No sé cómo actúa la gente cuando se enamora, pero yo, me acojono. Me acojoné. Mucho. Hice lo indecible para desconfiar de él, y aún así algo en mí me decía que no era justa, ni con él ni conmigo, y fue eso, esa llama de esperanza, de “y si…” que siempre me retenía a su lado. Porque en el fondo de mi ser, si soy sincera, esperaba con todas mis ganas que se diera cuenta de la verdad, y fuéramos algo más.
Un día de sorpresa me invitó a salir. Fuimos a tomar algo, al cine, y como siempre, acabamos en mi casa cenando. Hacía dos semana que no teníamos sexo. Nos tumbamos en el sofá, bromeábamos, reíamos… y de repente lo vi. Una marca, en su clavícula.
¿Nunca habéis experimentado un momento tan doloroso, que habéis deseado cerrar los ojos y hacer como que no habéis visto nada, solo para que las cosas no cambien? Yo me sentí así. Cerré mis ojos por un momento, unos segundos, y aunque soy atea, recé con todas mis fuerzas para que aquello no fuera verdad, para que mis miedos, mis temores, mis inseguridades y desconfianza no fueran un hecho y sí imaginaciones de una loca enamorada. Pero da igual como lo hagas: al final, la verdad te golpea duro y sin miramientos. Aparté un lado de su camiseta. Él se apartó, pero el daño ya estaba hecho.
No me contó nada, a pesar de que le pregunté. Tampoco lo esperaba, porque ya sé como es. Sin embargo, sí me juró y perjuró que en todo este tiempo que estuvo conmigo, en este año, no hubo nadie más. Que era algo informal, pasajero, que a lo mejor era de un día, o quizá de un mes. Que me quería, que sobre todo, era su amiga. Que no quería cambiar nada, salvo que la parte del sexo ahora estaba vetada, porque no iba a estar con las dos.
Me gustaría decir que me enfadé, me encantaría decir que armé una rabieta y lo eché de casa y simplemente lo aparté de mi vida, pero no. Me quedé allí, y le expliqué todo lo que sentía por él, y por qué me dolía, por qué me sentía traicionada. Y me escuchó, lo entendió, pero eso no cambiaba el hecho de que él estaba acostándose con otra persona, una persona con la cual no quiere tener nada serio, pero que le atrae lo suficiente como para tener sexo. Me juró que nada había cambiado entre nosotros, que era su mejor amiga, y que entendía que, si me encontraba mal o no estaba bien, me alejara de él, a pesar de que lo pasaría mal porque me echaría de menos. Que por él, podíamos seguir siendo amigos, quedando, compartiendo, porque me había convertido en alguien importante en su vida, y no quería perderme.
Le dije que yo lo quería, que en el fondo esperaba que tuviéramos algo más serio, y a la vez, sabía que este día llegaría. Le dije que no estaba enfadada, pero que me había roto el corazón, no porque yo quisiera, sino porque nadie elige de quién se enamora. Le dije que en qué posición me dejaba esto a mi, y me respondió que en la misma de siempre, solo que sin sexo, al menos hasta que terminara con ella. Le dije que si esto es lo que él elegía jamás volvería a acostarse conmigo, y me dijo que lo respetaba, a pesar de que no lo entendía. Que él no me había engañado, que había sido claro. Le pregunté si me lo hubiera dicho, si alguna vez me habría dicho que había otra persona en su vida con la que se acostaba. Me dijo que no, que esperaba que me diera cuenta por mí misma. Eso, sin duda, fue lo que más dolió.
Y ahora estoy aquí. En mi casa. Sola. Sin derramar ni una sola lágrima, sin saber por qué no me rompo por fuera de la misma forma que estoy rota por dentro. Sin saber qué hacer. Qué pensar. Cómo actuar. Solo sé que él quiere ser mi amigo, y sí, yo quiero ser la suya, porque es y será siempre mi mejor amigo, la persona que conoce todo de mí. Pero creo que necesito tiempo. Para sanar y para ver las cosas en perspectiva. No lo sé. La verdad es que no sé qué hacer.

Anónimo