Era martes, un día de trabajo como otro cualquiera. Me desperté y llegué por intuición hasta la cafetera con los ojos aún cerrados a por mi primer café, con canela. Puse música, me duché, me vestí y salí a la calle. Me puse los auriculares, seleccioné la música en mi iPod, di los buenos días a la Gran Vía de Madrid y me monté en el metro.

Aún no eran las 8 de la mañana. Ya en el vagón del metro saqué el libro de la mochila y me sumergí en él. A las pocas paradas levanté la vista del libro, me gusta observar a la gente cuando voy en el metro.

Y entonces le vi.

Aquella cara no me era familiar. Normalmente somos las mismas personas las que viajamos en el mismo vagón del mismo metro a la misma hora. La rutina del trabajo. Pero esa mañana se coló una cara nueva, a tres personas de distancia de mí.

Le observé creyéndome invisible. Mis ojos se abrieron como dos ventanas, no querían perderse ni un detalle. Facciones marcadas, con un aire infantil pero maduro a la vez. Impecablemente desarreglado en el vestir, pelo revuelto, puede que a propósito, puede que descuidado, puede que improvisado. La comisura de los labios desafiando a la gravedad en una sonrisa perpetua que no llegaba a despegar del todo. Unas pestañas preciosas, pobladas, capaces de enamorar, enmarcaban unos ojos risueños que miraban al libro que sostenía en sus manos.

Y yo sin dejar de mirarle. Y él, de repente, me miró.

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Desvié la mirada avergonzado por mi descaro intentando disimular. ¡Qué corte, me ha pillado! ¿Y si no le gustan los chicos? ¿Y si estoy haciendo el ridículo? Volví a bajar la vista al libro que tenía en mis manos pero fui incapaz de seguir leyendo. Conté hasta diez y volví a mirarle. Era inevitable. Él volvió a pillarme, y yo volví a disimular.

Mis ojos miraban hacia abajo por vergüenza pero mis ganas miraban hacia arriba por inercia. Os parecerá una tontería, pero me imaginé toda una vida a su lado empezando por aquella misma noche.

Siguiente parada: la suya. Cerró el libro, levantó la vista, se colocó delante de la puerta del vagón, el metro se detuvo, las puertas se abrieron y justo antes de salir giró la cabeza y me miró. Pero esta vez sostuve la mirada y le sonreí, y él me sonrió también, durante tres segundos que parecieron tres días.

Pero ya era tarde.

Él salió del vagón, sin dejar de sonreírnos, sin dejar de mirarnos, y las puertas se cerraron. Él en el andén, yo en el vagón. Él siguió su camino, yo seguí el mío.

Nunca más le he vuelto a ver.

Una sonrisa a destiempo puede ser un pudo haber sido pero nunca fue. Por eso ahora siempre sonrío, para que nos quedemos en el mismo vagón si quiere.

Nunca te guardes una sonrisa, porque… ¿Y si se queda en tu vagón?

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