Quiero enamorarme.
Y este es un deseo que poco o nada tiene que ver con la trampa del romance.

Verás: mi vida está completísima. Me ha tomado un montón de años, pero ya la tengo como siempre la quise: aficiones chachis, retos cumplidos, viajes tachados de las listas de «Por hacer». Mi familia soy yo y mis amigos, los mejores. Sé ya lo que quiero hacer con mi vida. Sé cambiar bombillas, taladrar paredes, ponerle sola la funda al nórdico. Recibo amor todos los días de todos los años y no recuerdo cuándo fue la última vez que me sentí sola. No necesito una media naranja. No me hace falta una mitad que me complete.

El único deseo es el de enamorarme,
y este deseo no tiene nada que ver con soledad o conveniencia.

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Verás: estoy cansada del desamor. De vivir en un mundo de maniobras, estrategias, defensa y ataque. De evaluar con precisión militar tus puntos fuertes y débiles, de poner trampas sobre el terreno, de que todo esto parezca una carrera de obstáculos donde gana el que más tácticas puso en marcha, el más cerebral. De que seamos más puto guays cuanto menos queremos, cuando menos sufrimos, cuanto menos padecemos. Como si el amor se tratase de eso.

Yo sólo quiero enamorarme, sin planear operaciones, y punto.
¿Tan malo es eso?

Verás: quiero enamorarme para dar todo eso que he tenido la fortuna de recibir. Pero no de manera edulcorada, como en las series, con una canción triunfante de fondo. Enamorarme del verbo sentir amor. Porque quiero dar. Descubrir una madrugada, tras despertar desorientada, que tú ocupas el otro lado de la cama, y que no dé crédito a mi suerte aunque te hayas robado las sábanas y almohadas. Me da igual que seas la última persona en la que pienso antes de dormir o si eres la primera en la que pienso al despertar; quiero, más bien, que seas la persona en la que piense con cada buen chiste, con cada buen momento, y que piense que qué pena que te lo estés perdiendo porque sé lo feliz que te haría. Quiero eso: dar y desear que estés bien, que estemos bien, y que tú desees igual.

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Quiero enamorarme pero sin las romanticadas de las novelas baratas ni el despropósito de los que gritan, locos, que no saben estar enamorados. No quiero el drama de decir que por ti doy la vida, ni sentir que necesito una bola de cristal para entender qué es lo que nos pasa, por qué. No quiero sentir amor sólo para poder fardar en Twitter y tener trescientos quince likes pero dudar por dentro, porque solo lo grito para sentir que es real. No quiero nada de eso. Quiero, más bien, compartir la belleza de lo cotidiano. Dar y recibir y que las facturas de nuestros intercambios se apilen en el suelo para subirnos a ellos y ser más altos, y ver más lejos. Llamarte una noche y decirte, «He hecho una receta de pollo. Es la primera vez que la hago y no ha quedado tan bien como esperaba, pero en fin. Es pollo. ¿Vienes?»
Y que vengas.
Y que el pollo feo (nuestra ropa por los suelos, la carcajada honda desde la habitación) nos dé exactamente igual.

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