Odio los viernes. Es el día que más odio de la semana desde que estoy en Madrid. Como tengo que sacarme unas pelas, todos los viernes tengo que repartir flyers por la zona de Ciudad Universitaria con Víctor, un amigo. La gente es superborde y parece que te estén haciendo un favor cada vez que cogen el papelito, y eso que luego ni siquiera disimulan y se molestan en tirarlos lejos del alcance de nuestra vista. La verdad es que no se me da muy bien eso de sonreír todo el rato a la gente y ofrecer descuentos para fiestas universitarias en bares de la zona, pero bueno, con ese dinero tengo para salir de fiesta yo también.

Normalmente siempre hacemos el mismo recorrido. Yo le voy a buscar a su facultad y vamos bajando hasta la parada de metro, donde solemos terminar toda la propaganda que nos dan. Y luego, para celebrar el éxito de la jornada, solemos ir a comer juntos a la facultad de Medicina.

Hoy hace muchísimo frío, tanto, que no me sale ni sonreír a la gente que pasa de mí en mi cara. Encima, no podemos llevar guantes, porque luego es un lío con los flyers y se te acaban cayendo todos. A ver si terminamos pronto.

A los cinco minutos de llegar a la parada de Ciudad Universitaria se ha puesto a llover. No podemos repartir dentro de la estación porque nos echan los de seguridad, y si nos quedamos en la calle nos calamos, pero no hemos repartido ni la mitad.

– ¿Qué hacemos? – le pregunto, cabreada, a Víctor.

– Yo qué sé.

– Paso de empaparme aquí en la calle para que esta gente tire igualmente los putos papelitos.

– Pues vámonos. Podemos ir a comer y después volvemos a ver si ha dejado de llover.

– Cuando volvamos después de comer al metro aquí ya no va a quedar nadie, la gente se ha ido ya a su casa.

– Pues yo qué sé, pero me estoy quedando helado.

– Bueno venga, vámonos.

Llegamos a la facultad de Medicina completamente calados. Ahora llovía con más intensidad y empezábamos a notar el frío del agua en los huesos. Nos dirigimos deprisa hacia la cafetería y elegimos una mesa antes de acercarnos a pedir. Nos quitamos los abrigos y los dejamos sobre una silla, aunque sabíamos que no se iban a secar tan rápidamente. Víctor se ofreció a ir a por la comida, y yo me quedé allí sentada, prácticamente tiritando.

No tuve que esperar demasiado. Víctor enseguida volvió con dos bocadillos de tortilla y dos cafés, para entrar en calor. Comimos prácticamente en silencio, cada uno a lo suyo. Afuera no dejaba de llover.

– Yo creo que deberíamos pasar. No es día para repartir propaganda.

– Ya, pero… fijo que nos cae una bronca.

– ¿Por qué no nos damos una vuelta por la facultad y dejamos los flyers por donde veamos bancos y máquinas de café?

– A ver, estamos en la facultad de Medicina. Esta gente no sale de fiesta.

– ¿Y qué hacemos con todo esto? – dijo señalando el enorme taco de papeles.

– Ya, joder. ¡Qué remedio!

Hasta la facultad de Medicina estaba prácticamente desierta un viernes por la tarde. Apenas nos cruzamos con gente y éramos conscientes de que el trabajo que estábamos haciendo no iba a servir para nada, y cuando Víctor me propuso colarnos en una de las aulas para dejar nuestra ropa sobre un radiador durante un rato nunca imaginé que aquello acabaría como acabó.

Conozco a Víctor desde hace solo unos meses. Desde el primer día que coincidimos en el trabajo nos caímos muy bien: tenemos prácticamente el mismo sentido del humor y nos pasamos el día haciendo el tonto. Él es de esas personas con las que, aunque la acabes de conocer, tienes más confianza que con algunos amigos de toda la vida. Aunque… por mucha confianza que tuviéramos, esta iba a ser la primera vez que nos quitásemos la ropa el uno delante del otro. Al principio me dio un poco de corte, pero después de que Víctor hiciera un par de bromas sobre la situación, terminé quitándome los vaqueros para tenderlos sobre el radiador. Él se quedó en calzoncillos, pero yo no me atreví a quitarme la camiseta.

CONTINUARÁ…