Un domingo cualquiera, una tarde tonta sin ningún plan a la vista, me llega un mensaje imprevisto.
Hola, guapa, ¿qué haces?
A pesar de los meses sin haber sabido de ti, hace unos días que te tengo en la cabeza y me pueden las ganas de volver a sentir lo mismo que esos dos meses de desenfreno. Dejo el primer rencor a un lado y te sigo el juego:
Aquí, sola, pensando en ti…
No por manido deja de funcionar el truco y en poco más de una hora estás en mi casa. Te has cortado un poco el pelo y te sienta bien –muy, muy bien–, tanto como la camiseta de rayas y los vaqueros.
Me preocupaba de qué hablaríamos al llegar pero no has dicho más que Hola antes de sonreír y besarme como la primera vez. Tu lengua sigue acompasada con la mía como si no hubiera pasado el tiempo desde que sincronizamos nuestros mecanismos.
Tus manos me han ido directas al culo. La intensidad no tarda en subir y enseguida te sobra ropa. Tu chaquetón se queda en la silla de la entrada y, aun así, estoy en aparente desventaja: el fino camisón de tul no alcanza a esconder el conjunto negro. Una de tus manos recorre el borde del sujetador y desciende hasta mis bragas, ya mojadas.
Detengo los besos, doy un paso atrás y te miro fijamente a los ojos mientras me las quito. Extiendes tu mano para que te las entregue y, rompiendo la costumbre hasta ahora, lo hago. Tus ojos se abren y sonríes, las hueles y cambia tu expresión: ya eres la máquina de follar que tanto he echado de menos.
No recuerdo cómo llegamos a la cama ni creo que importe: todos los caminos a la cama se parecen. También lo que se hace encima de ella… o eso no tanto. Eres el primer tío que se viste con mis bragas usadas y, por lo que puedo apreciar a simple vista, eso te pone mucho.
A mí no tanto, así que no tardo en quitártelas. Atiendo entonces tu masculinidad desnuda: es verla y querer metérmela en la boca. Me arrodillo ante tu sexo y sonrío sin perder contacto visual. Sé que eso te gusta y a mí me hace sentir poderosa.
Reparto besos rápidos a lo largo de tu anatomía y, poco a poco, se impone la verticalidad. Desciendo hasta alcanzar tus huevos y me recreo en la costura entre los dos antes de metérmelos en la boca.
Emites un gemido y sonrío por dentro: yo gano el primer asalto.