Por mucho que yo me empeñe en que las diferencias se dan entre personas y no entre géneros, que no tiene por qué haber problemas intergeneracionales en las relaciones de pareja y otras varias teorías sobre el amor, tengo que admitir que treinta años de diferencia son mucha diferencia y que, en algunos casos, una educación social distinta provoca malentendidos.

Al terminar la reunión de escalera, un vecino de toda la vida literalmente –ya vivía en la finca cuando yo nací– comenta que ya no vive aquí, que su piso está casi vacío, que no tiene nada en la nevera y sugiere ir a tomar algo. En mi mundo, que una chica responda que sí a un «¿nos tomamos algo?» no implica ninguna insinuación tácita y simplemente responde a acercarse al bar más cercano, pedirse una cerveza o refresco y hablar. Punto. Ya puestos, pedimos algo para cenar. Pues venga. Total, nadie me espera.
bar de moe, los simpsons
–La cocina está cerrada.
Lógico, dado que es lunes, estamos en un bar más de menús para trabajadores y hemos llegado cuando ya estaban a punto de cerrar. Compasiva que es una y también algo inconsciente, invito a este vecino de toda la vida a cenar algo rápido, «no te vas a acostar sin cenar, hombre». No es que tenga mucho en casa pero pan y algo de fiambre sí tengo, suficiente para matar el hambre. Todo natural visto desde mi mentalidad, incluso que, de vuelta a casa, me coja del brazo un momento, al modo de los matrimonios antiguos, para cruzar la calle. Es un señor mayor, podría ser mi padre con mucha holgura, y no le doy más importancia. Cuando veo el momento, me alejo discretamente.
Mi casa está manga por hombro. Un piso de soltero, como lo califica un amigo guasón y pelín machista. Pero bueno, el comedor está aseado, así que le digo que pase allí mientras voy a la cocina. De repente, lo tengo a mi espalda. «¿Quién coño le ha invitado a pasar hasta la cocina?», pienso, pero tampoco le doy más importancia. Me doy prisa en sacarlo todo, le pregunto qué quiere beber y le indico que mejor cenamos en el comedor, dejándole pasar delante de mí. No quiero más sobresaltos. ¡Ilusa! Durante la cena, hablamos un poco de todo, dejando los temas de escalera aparte y entrando en temas más personales.
algunos señores de más de sesenta años
Que me cogiera del brazo de camino a casa –yo lo interpreté como un gesto paternal– y que pusiera su mano distraídamente sobre la mía al hablar de nuevas relaciones, sexo y amigos con derecho a roce –somos adultos, aceptemos pulpo, y puede ser simplemente un gesto de solidaridad o consuelo– activa mi sexto sentido pero yo no lo acabo de pillar. Que prácticamente no cenara –«no, si no tengo hambre…», ¿a qué coño has venido entonces?– me habría tenido que hacer sospechar. Pues a mí no, mira tú.
–Estaremos más cómodos en el sofá.
Y tal como lo está diciendo, se instala en el sofá. ¿En serio? ¿De qué va? Y ahí, de repente, algo hace clic y encajan todas las piezas. Trato de salir con educación:
–Perdona, no quiero ser grosera pero aún tengo trabajo que hacer para entregar mañana…
Lo entendió, se despidió con dos besos innecesarios y un «ya repetiremos» más innecesario aún y se fue.
sofá homer señores de más de sesenta años
Mis amigos no dejan de reír y bromear con esta batallita que por suerte no acabó en tragedia.
–¿Te imaginas que hubieras llegado al comedor con la bandeja de la cena y te hubieras encontrado al homenet desnudo?
–O en tanga, que es peor…
–Tía, pero si estaba clarísimo que quería tema…
–Pero ¿cómo se te ocurre invitarle a tu casa? ¿Estás loca?
–Y menos mal que no te dio por irte con él al sofá…
Y yo sigo sin saber en qué momento entendió este señor que yo quería algo más que invitarle a cenar, qué señales emití en baja frecuencia, como esos pitidos que solo escuchan los perros. Después de muchas vueltas, solo veo una explicación a esta primavera que altera a los sesentañeros:  han perdido la vergüenza.