Yo ya no quiero un amor de esos intensos. De los que duelen, de los que llegan como una tormenta de verano y arrasan todo cuanto se interpone en su camino.

Yo ya no quiero esa pasión desbordante que consume, que inunda, que desbarajusta y que me hace sentir tan pequeñita que a veces me da miedo que un día no pueda encontrarme más.

Ahora quiero calma, quiero sentirme segura. Que cuando tus brazos me rodeen, sólo pueda pensar en que no debe haber mucha diferencia entre tú y eso que llaman hogar.

Quiero madrugadas de besos, de risas cómplices, de calcetines gordos, de pijamas de franela.

Quiero noches de «ey, ese trozo de pizza es mío, tú ya te has comido bastante», mañanas perezosas entre las sábanas, posponiendo todos esas obligaciones que los dos sabemos que no deberíamos posponer.

No quiero que me quieras a morir, que sientas que te falta el aire si no estás conmigo. No me interesa ser el epicentro de tu vida, el eje central de todas tus preocupaciones. Yo sólo quiero ser esa con la que te apetece tumbarte en el sofá y ver una peli después de un día duro de trabajo. Que seas feliz simplemente haciendo la cena, bebiéndonos a morro una botella de vino y bailando en el suelo de la cocina.

Quizás no tengamos la historia más bonita, quizás no nos conocimos en las calles de París, o te enamoraste perdidamente de mí en el metro de Londres. Quizás nos encontramos por Internet, quizás tardamos mucho más tiempo del que nos gustaría confesar en decirnos te quiero. No, nuestra historia no será la más romántica ni la más mágica, pero sí podemos ser algo normal. Una historia corriente, de esas que acaban bien. Un puerto seguro, una habitación mullida y cálida, una sonrisa de bienvenida.