Una de las peores pesadillas de un excarnívoro, es cuando se enfrenta por primera vez a la frase “Fulano y Mengano hemos quedado a picar algo con unos amigos, ¿te vienes?”.

Una sensación bastante parecida al pánico me invadió la primera vez que la escuché. Ya no sólo por tener que lidiar con las millones de preguntas absurdas  que me caerían durante la reunión (y a las que no sabía muy bien como contestar, sin terminar queriendo ahogar a media mesa), sino porque mi primera prueba de fuego había llegado: sobrevivir a las malditas y tan españolas “raciones para compartir”. Por primera vez en mi vida, eso de «compartir es vivir», me pareció la peor filosofía del mundo.

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– ¿Pedimos unos huevos rotos con jamón?

– Yo no puedo, pero comedlo vosotros. No os preocupéis.

– No, no, pedimos otra cosa. ¿Unas croquetas?

– No, tampoco puedo, son de cocido. Pero tranquilos, pedid lo que queráis. Yo con que pidáis una de bravas, soy feliz. Si además, casi no tengo hambre .

Sí, las patatas bravas están muy bien. Pero cuando has estado haciendo toda la semana la dieta a rajatabla, a una le llevan los demonios saltársela,  porque lo único viable de una carta repleta de chistorra, calamares y tostas de jamón serrano, sean unas malditas patatas bravas fritas en un aceite, del que prefiero desconocer su estado y procedencia. Y de las que por cierto, te tienes que comer el plato casi entero,  porque de los demás no puedes comer absolutamente de nada. Eso, si tus compañeros de mesa te dejan, que normalmente atacan tus patatas bravas como si no hubiese un mañana y se dejan en cambio, toda la ración de morcilla.

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Unas cuantas semanas después  y con unos cuantos kilos de más, decidí que se había acabado.  Yo a las quedadas  me iba cenada o con la carta estudiada de casa y habiendo establecido pactos solidarios con algún alma caritativa (que siempre solían ser mi resignado novio y mi complaciente hermana) para que compartiese platos sin sufrimiento con una servidora. Poco a poco mis amigos más empáticos empezaron a dejarme elegir el sitio y a acompañarme en mi búsqueda del restaurante perfecto. Mi pobre entorno ha sufrido de todo: desde comer en veganos mugrientos que eran tan “animalfriendly” que estaban repletos de cucarachas, hasta salir con la sensación de haber comido la comida de hospital más cara de todo Madrid y con más hambre que el perro de un ciego. Pero no toda mi andadura ha sido un desastre. Tras muchos desengaños gastronómicos y muchos “Ana ¿en este sitio podré comer algo que no sepa a hierba?” por parte de mis amigos más damnificados, he dado con restaurantes maravillosos, en los que hasta el omnívoro más convencido los marcaría con una estrellita en Google Maps. Aquí va mi selección, breve pero intensa:

RAYÉN

Si no recuerdo mal, ya os he hablado de él en anteriores posts. Pero en esta ocasión, no podía dejar de requeterecomendarlo y volverlo a requeterecomendar. El trato de sus dueños y su increíble comida hecha con toda la dedicación del mundo, han hecho que desde que entré por primera vez, se haya convertido en mi vegano favorito. Además, desde que volvieron de Nueva York e introdujeron platos nuevos en la carta, mi amor por este sitio ha ido in crescendo. ¿Lo mejor? Sus momos rellenos. ¿Dónde? Lope de Vega ,7.

 

VEGA

Llegó hace poco, pero lo ha hecho para quedarse. Esta nueva incorporación  basada en la alimentación vegana y ecológica, se ha convertido en un abrir y cerrar de ojos, en una de las paradas obligadas de cualquier morro fino. ¿Lo mejor? Su pan casero y sus tartas. ¿Dónde? Luna, 9.

 

LOVING HUT

Puede presumir de ser el primer vegano que abrió sus puertas en la capital. Su veteranía y saber hacer, le han valido ser una de los veganos más valorados por los más entendidos y a poder llevar su cocina ética a Valencia o Marbella, donde Loving Hut tiene más restaurantes. ¿Lo mejor? Los clásicos veganizados, como por ejemplo, sus “langostinos agridulces”. ¿Dónde? Calle de los Reyes, 11.

 

LA OVEJA NEGRA

El antes conocido como Barkunin, resurgió de sus cenizas cual Ave Fénix, cuando hace un año un tremendo incendio acabó con su local.  Después de mucho esfuerzo, sacaron adelante este nuevo proyecto: La Oveja Negra. Una taberna vegana en la que puedes tapear bueno y barato y en la que además se colabora con comedores sociales. ¿Lo mejor? Sus croquetas de boletus quitan el sentío. ¿Dónde? Buenavista, 42.

 

CRUCINA

Un must have de los amantes de la comida crudivegana. En sus cocinas emplean técnicas que alteran mínimamente los alimentos, siempre por debajo de los 41ºC, que es la temperatura, que según los expertos, es la óptima para preservar intactos los nutrientes y enzimas naturales que contienen¡Además, dan cursos! ¿Lo mejor? La hamburguesa de nueces y champiñón Portobello en pan de alforfón germinado, acompañada de pepinillos en vinagre de sidra al eneldo, ketchup artesanal, “mayonesa” sin huevo y “gajos de patata” de aguacate. ¡ÑAM! ¿Dónde? Divino Pastor, 30.