Los runners me caen muy mal. Quizá estoy exagerando, mejor diría que me cansan. O bueno, me cansaban. Porque no hay nada como que un par de amigas se vuelvan runners y claro, no te queda otra que seguir queriéndolas. Lo mejor es cuando te proponen participar en una carrera y, sin apenas pensártelo, aceptas. De la noche al día te has convertido en runner. Sabía que no era el prototipo, porque correr, lo que es correr, corro más bien poco. Mis deportivas no han costado noventa euros ni mis leggins transpiran como un poto. No sabía si iba a acabar esa carrera, lo que tenía claro es que las risas estarían aseguradas.

Nos apuntamos a La carrera de Papá Noel. Sí, incluso estando gorda, me pareció divertido y, por lo menos, me iba a parecer más a Papá Noel que mis amigas. En cuanto tuve el disfraz, me lo probé. Y antes de que pudiera dar ni siquiera un paso, los pantalones empezaron a rajarse por la entrepierna. Mis muslos no tenían suficiente con acabar destrozándome todos mis vaqueros preferidos, ahora también querían romper los del disfraz. Mi amiga y yo no podíamos parar de reírnos. Empezaba bien la cuenta atrás para la carrera.

Y llegó el día, 12 de diciembre de 2015. Me bajó la regla y tenía la nariz llena de mocos. Mejores condiciones para correr cinco kilómetros y medio, imposible. Comenzó la cuenta atrás: 10(¡Madre mía!), 9 (¡Madre mía!), 8 (¡Cuánta gente, verás para encontrarnos!), 7 (¿Y si no aguanto?), 6 (¡Qué en el gimnasio aguanto 3 km y estoy muerta!), 5 (¡Por favor qué hago aquí!), 4 (¡Ahora se me caen los mocos!), 3 (¿El pañuelo?), 2 (¡ Ay qué no lo he sacado!), 1 (¡Da igual, corre!).

Empecé a correr tan emocionada que mis amigas me tuvieron que recordar que llevábamos 500 metros y aún nos quedaban cinco kilómetros. El problema es que cuando dan la salida sientes esa estupenda adrenalina que te acelera. Pasado ese subidón, seguí corriendo. Al kilómetro y medio en mi cabeza oía: “No hay que parar, continúa”. Entonces escuché a dos chicos que comentaban: “¡Bueno, ahora es cuesta abajo, pero a la vuelta es cuesta arriba!”. La alarma se activó en mi cabeza: «¿Cuesta arriba? ¿Quién narices ha hecho el Paseo de la Castellana? Aunque me temblaron las piernas, respiré y seguí corriendo.

Nuevo cartel: “Llevas 2 km”. Me dolían hasta las pestañas. Pero entonces veía a mis queridísimas amigas y mi cabeza decía: “¡Sigue, como te quedes atrás no las encuentras!”. De vez en cuando me esperaban dando trotes en el sitio y cogían mi mano. No sé cómo tenían valor de hacerlo porque debía ser como un peso muerto. Y aguanté un poco más. Hasta que hubo un momento que estaba tan cansada y había tanta gente con el mismo disfraz de Papá Noel, que las perdí.

Sentía cómo se arrastraban mis pies. Ya sabía yo que la pizza de la noche anterior me iba a pasar factura. Mi cabeza iba a 200 por hora (todo lo contrario que mi cuerpo). No cogí agua (chica lista) y apenas podía respirar por la dichosa moquera. Me planteé unas diez veces abandonar, pegarle el dorsal a cualquiera que estuviera a mi lado y tirarme al suelo. Pero no. Tenía que cruzar la meta, más que nada porque las llaves de mi casa estaban en la mochila de mi amiga. Así que seguí arrastrándome cual babosa y, de vez en cuando, aumentaba el ritmo.

Todavía quedaba un kilómetro y medio. Una parte de mí quería rendirse, había otra mucho más fuerte que me decía que tenía que continuar. Estaba tan cansada que cuando corría parecía Forrest Gump. Entonces oí la batucada que anunciaba los últimos 500 metros. En mi cabeza una voz repetía: “¡Corre Forrest, corre!”. A cada paso, más lejana. De repente, como dos ángeles caídos del cielo, aparecieron mis amigas. Trotando en un mismo sitio y animándome. Si este momento lo viéramos en una película, tengo claro que estaría acompañado de música celestial. Una de ellas me dio su mano y no me la soltó hasta que cruzamos la meta.

Os soy sincera, tenía poca fe, muy poca. Sufrí, pero lo hice. Llegar hasta el final y con ellas, hizo que el esfuerzo mereciera la pena. Aunque os digo que el Aquarius que nos dieron después y el pastelito también. Sobre todo el pastel que, aunque estaba asqueroso, me supo a gloria y chupé hasta el papel. A veces, nos empeñamos en pensar que algo no nos gusta, que no está hecho para nosotros y que no vamos a ser capaces. Da igual, quítate eso de la cabeza, hay que intentarlo. No sé cuando volveré a participar en otra carrera, pero los runners ya no me caen tan mal.

Autor: Brenda Bozago