Hace exactamente un año, me apunté al gimnasio como mero complemento a mi plan de adelgazamiento. Lo hice convencida, pero resignada y si os soy sincera, las primeras semanas fueron la muerte. Casi me da un soponcio por aburrimiento. Como no me atrevía a usar casi ninguna máquina por miedo al ridículo, no salía de la elíptica. Llegaba al gimnasio, y sin hacer mucho ruido, reptaba hasta la máquina en cuestión y al completar los 60 minutos, volvía a casa de la misma forma.

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Yo los primeros días.

Pasado un tiempo y viendo que no había desistido en mi intento de hacer del deporte algo habitual en mi rutina, animada por mi hermana, la cual, llevaba más tiempo, decidí probar y salir a un terreno desconocido y aterrador para mí: las clases. Os ahorraré los detalles de mi primera experiencia en una clase que bien podía haberse  llamado “Muerte y Destrucción,” pero que estaba oculta tras el nombre de “Fitness Fire”. Sólo diré que terminé viendo puntitos, y escuchando una canción de Queen (que en teoría, tenía que ser motivadora), como si me hubiese fumado media plantación de marihuana. Ese día no sé cómo llegué a casa, pues mi hermana siempre me recuerda que no tenía fuerzas ni para meter primera. Después de pasar unos días sin poderme dar la vuelta en la cama, me puse la canción de «Con Valor» de Mulán como 20 veces (sí, yo me motivo con cosas así) y volví  a la carga.

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Y como a cabezona no me gana nadie, probé todas las clases habidas y por haber (con sus consiguientes agujetas posteriores). Descubrí que apuntarme a clases era la mejor decisión que había tomado y que dar con entrenadores que consiguieron motivarme y guiarme, lo mejor que me podía haber pasado. Un mes después, ya no podía vivir sin mis clases de spinning, mis agujetas después del «leg day» y mis panzadas a sudar (y a fliparme) en clase de Zumba. El deporte había pasado de ser una obligación, a ser parte de mi vida y sin la que probablemente, ya no podría vivir.

Y es que cuando ya no vas al gimnasio sólo para adelgazar, pasa lo siguiente:

Se convierte en tu mejor momento del día. Cuando empezaste, tenías que sacar fuerza de voluntad de debajo de las piedras, para calzarte las deportivas y no ser seducida por tu apetecible sofá. Ahora es TU momento. Ese rato en el que te olvidas de los problemas y toda esa gente petarda desaparece durante unas maravillosas horas.

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Te pega un mega subidón. El deporte es la mejor droga que existe. Después de entrenar, tienes energía para parar un tren. De hecho, el cansancio mental con el que empiezas, va desapareciendo a medida que avanza el ejercicio. Me rio yo de la cafeína.

Descubres habilidades que nos sabías que tenías. Durante años, te has adjudicado el San Benito de «patosa», de «débil» o «arrítmica» pero poco a poco, te das cuenta de que eres capaz de pegarle al saco de boxeo patadas que tumbarían a un regimiento, o que eres la que hace los burpees menos desastrosos de toda la clase (que ya es decir).

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Si no vas, no hay quien te aguante. Es curioso que, a pesar de que muchas veces sigue costando la vida tener que ir a hacer algo un poco decente, si ese día no puedes cumplir tu rutina, por lo que sea, te pega un bajón que ni el síndrome premenstrual.

Te crees capaz de todo. El instinto de superación crece y crece. Y ya no sólo con la mejora de tus capacidades físicas. Sino que se expande a todos los ámbitos de tu vida.

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Conoces gente muy guay. Desde esa señora mayor tan simpática, que se mete en Body Tonic para, básicamente, ejercitar la lengua con la de al lado (pero que no falta ni un solo día), hasta tu adorada profesora, a la que le gusta comer tanto como a ti (y que por eso luego te mata a sentadillas).

Aprendes a convivir con las agujetas (y a amarlas). Cuando empezaste, pensabas que las agujetas eran cosa de los primeros días y que una vez que tu cuerpo se acostumbrase, ya no las padecerías más. ¡AY AMIGA! Las agujetas van a estar ahí semana sí y semana también. Sobre todo, si de verdad  has dado el 100%.

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Descubres lo agradecido que puede llegar a ser tu cuerpo. A poquito que le das, te devuelve el doble. Ya no sólo porque empiezas a ver músculos de los que desconocías su existencia, sino porque duermes mejor, las contracturas desaparecen, te fatigas mucho menos y estás llena de vitalidad. A mi me ha servido para conocer mi cuerpo mucho mejor y sobre todo, quererlo aún más.

Sólo te compras ropa de deporte. Tu cajón de ropa para el gimnasio, el cual, antes se limitaba a dos leggins negros y cuatro camisetas XXL, empieza a mutar preocupantemente. Que si la última colección de Stella para Adidas, que si shorts con braguero de secado rápido, que si el pulsómetro en los mismos colores que tus Asics Gel Nimbus.

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Lo sientes como tu segunda casa. Al principio, el gimnasio era un terreno hostil, un sitio fuera de la zona de comfort, en la que te sentías juzgada y desubicada. Ir era una obligación más, un deber insufrible, si de verdad querías perder peso y donde tenías la sensación de no pertenecer. Te ponías al final de la clase y rezabas para que nadie se fijase en ti. Pero con el tiempo, si le das una oportunidad, empiezas a sentir que esa angustia desaparece. El wifi se conecta automáticamente, empiezas a tener TU bici de spinning (esa ni muy dura ni muy floja) y si alguien te la roba, eres capaz de odiarle por siempre. Pasas de la última fila a la primera, bien cerca de la profesora, y como buena veterana, sabes cómo tienes que poner la colchoneta, para no escurrirte al hacer la plancha. De repente, un día te das cuenta, de que en ese sitio que al principio tanto odiabas, has pasado muchos de los mejores momentos de los últimos meses. Te has superado a ti misma, has roto todos los bloqueos absurdos, has perdido el miedo a hacer ridículo y te has reído hasta llorar haciéndolo, y hasta te has divertido pasándolo fatal. ¿Cómo no cogerle cariño a un sitio así?

 

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