“2018 me va a comer t’ol xoxo” había sido mi grito de guerra desde que sacaron los primeros polvorones en el supermercado. Sin embargo cuando llegó la hora de la verdad y tenía a todos mis propósitos mirándome desafiantes a los ojos, pues… no sé, me desinflé. Y los esquivaba como a los comerciales de telefonía móvil o a las encuestas de “1 minuto” con soltura y eficacia desde el mismísimo día uno.

Pero llegaron los Reyes con un bono de mes para el gimnasio. Al parecer mi discurso bélico había conseguido convencerles de que yo, que no había corrido ni detrás del urbano a punto de perderlo, éste año lo haría por placer. Qué mérito tengo.

Total. Que la manía persecutoria de mi conciencia me tenía agobiadita perdida ya y decidí ir.

El despertador sonó a las seis y media de la mañana pero el perro de mi vecino llevaba 40 minutos buscando trufas en el parquet del pasillo así que, mi lunes de resurrección comenzó de manera traumática. Este es, por todos sabido, pronóstico de mal fario durante las próximas 24h ( y dos de ellas en el gimnasio, pensé).

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Salí de casa más negra que el café y me planté en la puerta del polideportivo después de ocho horas de trabajo (más una de putadas).

Entré cansada. Revuelta. Irritada. Quería huir de allí. Quién narices me mandaría a mí decir nada. Cabreada avancé hasta la canceladora mientras trituraba con la mirada mi alrededor. Me fijé en que no era la única con cara de vinagre y me relajó pensar que podrían haber corrido la misma suerte que yo. Mal de muchos consuelo de tontos dicen, pero en ese momento preferí ser una tonta algo más feliz.

En el vestuario coincidí con una conocida del barrio. Le conté mi desdicha, nos reímos y me aseguró que no me arrepentiría. No me lo creí. Yo ya estaba arrepentida.

Guardé mis cosas en la taquilla y avancé digna hacia la sala de máquinas. No quería admitirlo pero el ambiente me quería contagiar fortaleza, como si de un momento a otro fuera a sonar Braveheart en mi cabeza.

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El profesor dijo que me estaba esperando. Qué suerte.

Sergio se llamaba. Me explicó en qué consistiría la tabla de ejercicios del día y la evolución aproximada del mes. ¡El mes!. Me compadecí de él.

La música estaba alta y de fondo se oían arrítmicos golpes metálicos. Estaba lleno de gente muda, cada uno concentrado en su propio sacrificio. Por un momento, pausada ahí en el límite exterior de la sala, me sentí como Gladiator esperando a entrar en el anfiteatro.

Comenzó la clase. Un poco de estretching, un poco de cardio, un poco de pesas … Sergio era enérgico, firme y un poco sordo porque no escuchó ni una de mis quejas. Incluso practiqué las mil caras del sufrimiento, dolor y pena (ésta última con más esmero) pero no surtió efecto.  Pensé que debió ser domador de leones en su otra vida, tenía madera. Consiguió dejarme atrapada con mis propios demonios y no me quedó más alternativa que sacar el veneno emocional que llevaba dentro de mí. Me concentré en hacer lo que me pedía. Nada más.

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Cuando por fin entré en las duchas mis ojos en vez de ver una comuna romana veían un balneario de aguas termales. Qué descanso. Qué paz. Qué gustito. Sonreí.

A la salida crucé la canceladora con la sensación de haber ganado 10 centímetros de melena nórdica y otros tantos de pierna de gacela. Ligera como una pluma me dirigía hacia la puerta y tiré, porque una parte de mí seguía haciendo biceps con Sergio, pero era de empujar y el marco entero tembló. “Tranquilita Lobezna” me advertí con una sonrisa socarrona borracha de endorfinas.

De vuelta a casa comprendí por qué la gente entraba negativa y salía positiva de allí. Me sentía orgullosa por mi hazaña. Conseguí vencer al perro de tres cabezas que todos llevamos dentro (pereza, miedo y negatividad), darle la vuelta a un día que parecía no tener solución y lo más importante: salí sonriendo. Cansada también. Pero Sonriendo.

Sólo por eso (y porque Sergio me obligó) terminé el bono de mes. Después lo renové, sin presiones. Esto último descolocó a todo mi entorno (y a la parte incrédula de mi yo interior) que me miraba como yo miré a Tom Cruise cuando anució que se metía a “cura de la ªCienciología”. Flipando pepinillos.

Ya llevo dos años. Ahora soy yo la que le indica dónde rascar al perro busca trufas de mi vecino. Se mudan el mes que viene.

Matxalen Aio.