Si algo me ha repetido incansablemente mi abuela a lo largo de toda mi vida, además de «qué guapa estás con el pelo recogido», es «ten cuidado con las drogas». Para todos los que fuimos niños grandes y primeros adolescentes en los años noventa, las drogas fueron el gran tema de conversación en nuestras primeras noches de fiesta. Que no te la echen en la bebida, no cojas nada de nadie, no hables con desconocidos, no pierdas de vista tu copa, no fumes, no bailes, o mira, casi mejor, no salgas.

Se nos educó con un miedo terrible a las drogas. Pero, ¿a qué drogas? Socialmente, solo son malas aquellas que son ilegales. Y no quiero discutir aquí cuáles son los verdaderos motivos de la prohibición de ciertas sustancias, pero siempre me ha jodido que de tanto criticar a la marihuana, a la cocaína, a la heroína… se nos haya olvidado por completo que hay otras muchas «drogas» que generan adicción, que dañan nuestra salud si son tomadas en cantidades excesivas y que consumimos prácticamente a diario.

Empezando por el tabaco, que es la nueva droga condenada públicamente, y pasando por el alcohol, por muy raro que suene, se puede llegar a considerar una droga a un alimento que comemos todos los días. Y lo peor de todo es que, muchas veces, sin saberlo. Tras una primera intuición y después de haber leído bastante sobre ello, tengo que reconocer que soy una persona adicta al azúcar.

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Pero Mari Loli, ¿te has vuelto loca? ¿Cómo va a ser el azúcar una droga? Pues eso parece, amigas. Y lo peor de todo es que nos la metemos pal cuerpazo este que tenemos casi sin darnos cuenta. Para que os hagáis una idea, el azúcar refinado se encuentra presente en aproximadamente un 90% de los alimentos que componen una alimentación estándar en un país occidental. Allá donde menos os lo esperéis va a aparecer el azúcar. Es muy fácil decir «yo no tomo refrescos, ni golosinas, ni caramelos», alimentos ricos en azúcar por excelencia. Pero es que hay azúcar refinada en los alimentos más locos, como por ejemplo, en la sal. Sí, queridos amigos, cuando le echas sal a tu ensalada, esa sal también lleva azúcar. Dime tú a mí si no es para quedarse muerta en la bañera.

El azúcar es como Belén Esteban: está en todas partes y además es mala de cojones, pero aún sí, parece que a ciertos individuos les crea adicción. Puede sonar muy exagerado, pero qué pasa, ¿a vosotros nunca os ha pedido el cuerpo azúcar?

Yo descubrí que era adicta al azúcar hace un par de años. Ya me olía algo después de haber sentido en mi cuerpo reacciones un tanto extrañas cuando me ponía superseria con la alimentación. La primera de todas, por cierto, fue un terrible cansancio. Parece raro que cuando te decidas a comenzar una alimentación basada en productos totalmente saludables (es decir, la típica propuesta que te haces de «se acabó cenar fuera de casa, no a los refrescos, nada de picoteo y voy a merendar fruta») tu cuerpo se debería reactivar con esas fuentes de energías tan cañeras que le estás metiendo. Pues nada que ver. Si eres una adicta al azúcar, cuando decidas empezar a cuidarte (que no digo empezar una dieta) lo primero que vas a notar es un buen mono.

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Sin embargo, el peor de los síntomas de ese síndrome de abstinencia es la ansiedad. Dicen los investigadores que esa ansiedad que produce la falta de azúcar es tanto física como psicológica, ya que eres consciente de que has dejado de tomarla. Yo no sé de dónde vendría la mía, pero que me quería comer todo lo que pillara sí que lo sé. Muchas veces, esta ansiedad generada por la falta de azúcar desemboca en los famosos atracones, festines de alimentos que suelen tener en común las altas dosis de eso que ahora se ha dado por llamar «veneno blanco».

 ¿Y cómo encontrar, entonces, el equilibrio? Yo todavía no lo he descubierto. Sigo tomando azúcar prácticamente a diario, y aunque me gustaría probar a «desengancharme», cosa que parece que se ha puesto de moda y sobre la que puedes encontrar miles de consejos en Internet, la verdad es que no puedo pasar más de dos o tres días sin sentir que necesito algo dulce.