Cuando te pasas toda la vida sintiendo dolor, llega un punto en el que ese dolor forma parte de tu vida diaria hasta tal extremo, que piensas que lo normal es eso. Piensas que lo normal es sentirte continuamente cansada. Piensas que, pasarte hasta una semana entera encerrada en casa sin salir, porque ese cansancio, ese dolor extremo en todo el cuerpo te impide hacerlo, es también normal. Es más, llega un punto en que crees que simplemente necesitas descansar, porque tú, que te tomas las cosas tan a pecho, que no paras, que haces tantas cosas a la vez, que estás continuamente pendiente de que todos a tu alrededor estén a gusto, aunque eso suponga un sobreesfuerzo para ti, pues, de nuevo, es lo normal.

Incluso hay días en los que el sentimiento de culpa se apodera de ti, días en los que te fustigas creyéndote que eres una especie de vaga que se boicotea a sí misma por pura desidia… vaga porque por cada dos o tres días que salgas a la calle, tienes que quedarte en casa a descansar (como mínimo) uno, porque cuando se han acercado tus exámenes y has estado tan jodidamente cansada, que estudiar era misión imposible, te has dejado dormir con la cabeza encima de los apuntes… vaga. Y así con todo, ya no solo es dolor y cansancio físico, empiezas a notar la fatiga mental, empiezas a sentir, con el paso de los años, y tras ser mamá por primera vez, que esta carga es demasiada para poder abarcarla tú sola, demasiada para poder entenderla como creías que lo habías hecho hasta ahora.

Porque, cuando empiezas a ver cómo esos días de encierro que llevabas a cabo cada cierto tiempo, cada vez son más frecuentes y más intensos en cuanto al dolor se refiere, empiezas a plantearte que algo no va bien. Cuando la impotencia de querer y no poder es tan frustrante que no puedes soportarlo, decides empezar a escucharte y tras una larga conversación contigo misma, llegas a la conclusión de que sí, efectivamente necesitas ayuda. Entonces hablas con la persona con la que llevas compartiendo tu vida durante casi 19 años y conforme lo haces, te escuchas a ti misma, y te derrumbas, y él te abraza aliviado porque, por fin, te has dado cuenta.

Y empiezas a echarte en cara todos estos años, porque no entiendes como has podido pasar tanto tiempo sin escuchar a tu cuerpo, tanto tiempo diciéndote a ti misma que eres fuerte, convenciéndote de que eso que te ocurre es lo normal y que ya pasará, que solo hay que tener paciencia y ocupar el tiempo en cosas que te hagan olvidar que te duele todo el cuerpo como jamás pensaste que podía llegar a doler. Entonces te das cuenta de lo mal que te has tratado, de lo poco que te has mimado, de lo mucho que te has olvidado de ti; y este pensamiento cae sobre tu persona como si de una pared de bloques se tratara. ¿Y ahora qué? Te preguntas… la respuesta tardé en encontrarla casi un año y medio.

La pista me la dio un fisioterapeuta tras acudir a él desesperada el día que mis músculos parecieron romperse de golpe hasta tal punto que no podía casi respirar… y la respuesta un reumatólogo. Tras un año investigando, descartando, llegó el diagnóstico: fibromialgia. Uff… de nuevo aquella pared de bloques encima de mí durante semanas, hasta que por fin ese proceso de aceptación llegó a su fin y cientos de preguntas, cientos de vivencias, de circunstancias pasadas, empezaron a tomar forma, empezaron a encajar, y comencé a perdonarme todas y cada una de las veces en las que me he dejado de lado sin saber que lo hacía.

Así que ese es el punto de inflexión del que partí, justo a partir de ahí, hay un antes y un después. Comienzan los cambios, nuevo estilo de vida, alimentación más saludable y más actividad física, el nivel de exigencia conmigo misma empieza a ceder, a bajar… y sentí lo liberador que está siendo todo ese proceso. Así que me di permiso para escucharme, para mimarme, para vivir de la manera en que siempre había deseado hacerlo, sin agobios, sin prisas y eliminando de mi vida todo aquello que no fuese constructivo para dar lugar a experiencias mucho más amables y placenteras. Comienzo a tomar esas clases de dibujo y pintura que siempre deseé recibir, retomé aquella costumbre maravillosa de escribir, comencé a creer que, ahora sí, era fuerte y que esto, la fibromialgia, solo es una piedra en el camino. Calma… afortunadamente, la vida sigue y yo con ella. 

Gema A. Mora.