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Descansar de la semana el finde is my passion ❤️

Ilustración de @sarajotabe para @weloversize
Cuando era pequeña en mi casa solamente teníamos Cuando era pequeña en mi casa solamente teníamos una película en vídeo, Jurassic Park, así que cada vez que me aburría y no daban nada interesante en la tele, me la ponía y la disfrutaba como si no la hubiera visto nunca. Bueno, eso es mentira, realmente me sabía (y sé) los diálogos de memoria, cada rugido de T-Rex y cada sonido de peligro. Esa película se convirtió para mi en la imagen de mi infancia, de ternura, de la inocencia que en la vida adulta te hacen perder a base de golpes. 

Hace unos años empecé a tontear con un amigo de mi adolescencia. Siempre mantuvimos contacto y ahora parecía que nuestros caminos se volvían a encontrar con bastantes más cosas en común que cuando solo nos veíamos en reuniones en grupo para hacer botellón y poco más. Al poco tiempo de que retomásemos esa amistad olvidada en el tiempo, fuimos al cine a ver la primera película de la nueva saga, Jurassic World. Ese día estaba como una niña pequeña, disfrutando todos los guiños y referencias a la primera película. Él me miraba y sonreía de verme tan emocionada. Cuando los protagonistas van a las ruinas de donde estaba el parque original se ven las instalaciones de la primera película, abandonadas pero exactamente iguales, con sus tiendas de merchandising llenas de camisetas, fiambreras, muñecos…Yo siempre había querido tener una de esas fiambreras de metal con asa. Me parecían poco útiles, pero me llamaba mucho la atención, siempre salían en las pelis y series yankis y al ver todas aquellas abandonadas entre el lodo con la imagen del esqueleto de dinosaurio me parecía una lástima, con lo bonita que podría estar una en mi estantería.  Al salir del cine no podía parar de hablar, de contarle cómo la protagonista se ataba la camisa para demostrar que estaba preparada para la aventura y era, en realidad, un homenaje a Ellie Sattler, la protagonista de la película original. 

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Nunca antes había tenido tanto sentido esa idea d Nunca antes había tenido tanto sentido esa idea de que el destino es caprichoso. De los más de 700.000 días que puede vivir una mujer en España, de media, ¿qué posibilidades había de que los dos acontecimientos que más me han marcado coincidieran en el tiempo? Lo hicieron, y quiero contar cómo fue.

Siempre he tenido una relación muy estrecha con mi madre. Ella, como la mayoría de las que conozco, no se limitó a proveer con el kit básico de supervivencia. Pero no todas tienen tanta habilidad para hacerse presentes en las vidas de sus hijos de la forma en que ella lo hizo. Logró ser la persona en la que más confiaba, a quien recurría para lo bueno y lo malo y con quien más me apetecía estar. Es uno de los consuelos que me quedan, que, al menos, miro atrás y sé que disfruté mucho de ella y que la valoré por lo que hizo y por cómo era.

Pero a nuestras vidas llegó lo que se presenta en tantas otras familias con demasiada frecuencia: el maldito cáncer. Mi madre enfermó y, día tras día, se afanó en salir victoriosa de una batalla que nadie sabía cuánto le acabaría costando. Nunca me ha gustado hablar en términos bélicos de esta enfermedad, porque no todo depende de la voluntad ni de las ganas de luchar, y porque quienes mueren no son perdedores. Pero hay que tener tanta entereza emocional para no sucumbir que, de algún modo, sí que son guerreros. Mi madre lo fue.

En medio de la incertidumbre, de la tristeza y del cansancio, el destino arrojó una cuerda de esperanza a la que nos aferramos: me quedé embarazada de mi hija. Era una niña muy deseada y la noticia de su llegada inminente no pudo venir en mejor momento. Fue una alegría.

Así fue como convivieron sus pruebas, cirugía y sesiones de quimioterapia con mis analíticas y ecografías, con el hospital como escenario. Así fue cómo arrancó una cuenta atrás en la que yo calculaba los días para ver la carita de mi bebé, con ilusión y esperanza.

Fue una lástima que, a medida que mi madre empeoraba, ese compás de espera se convirtiera en una lucha contrarreloj. Era una ecuación imposible.

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Planificamos nuestra boda con muchísima ilusión. Planificamos nuestra boda con muchísima ilusión. Se supone que te casas una vez y para toda la vida, así que tiene sentido que te vuelques con ello, ¿no? Yo lo hice, desde luego. No quise dejar detalle al azar. Disfruté un montón de los preparativos, desde la cosa más obvia hasta la más nimia. El que era mi futuro marido se implicó un poco menos, pero no me quejé porque, en lo esencial, trabajamos en equipo. Y, como digo, yo estaba encantada con encargarme de cada cosilla. Conforme se acercaba la fecha me entraron los nervios habituales, supongo, pero lo cierto es que todo lo que dependía de mí, estaba controlado. Con lo que solo quedaba disfrutar.

Y la boda salió a pedir de boca.

Todo eran checks y aprobados en mi lista mental. Desde el maquillaje hasta las tarjetas con los nombres de los invitados de cada mesa, pasando por el cóctel, la música… Todo lo que podía fallar, faltar o salir mal, salió bien. Fue todo a la perfección.

Hasta que se acabó el sarao. Y nos retiramos al hotel que habíamos reservado para dormir, o no dormir, según se diera la cosa… Porque yo ya sabía que íbamos a estar cansados, pero la lencería que me habían regalado mis amigas podía resucitar a un muerto y yo pensaba intentarlo, al menos. Sin embargo, ya en el coche pensé que mi recién estrenado marido estaba un poco raro.

Quise echarle la culpa al agotamiento producido por la larga jornada, quizá también un poco al alcohol. Yo también estaba hecha polvo y un poco piripi, así que no le di importancia. Subimos a la suite, le pedí que me ayudara a quitarme el vestido, noté que no captaba mis intentos de seducción y le escuché murmurar que tenía que ir al baño. Ahí caí por fin en que estaba demasiado raro. De modo que me deshice del vestido, me senté en la cama y, cuando salió, tiré de su brazo para que se sentara a mi lado y le pregunté qué le pasaba. Confieso que yo, ingenua de mí, creía que le había sentado algo mal. No me esperaba para nada que se me tirara en el regazo y se me pusiera a llorar como un bebé.

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✨Día del Orgullo Friki ✨ Ilustración de @sa ✨Día del Orgullo Friki ✨

Ilustración de @sarajotabe
El ascensor llegó a la planta baja y salimos junt El ascensor llegó a la planta baja y salimos juntos del edificio. Yo con prisa, él con pausa. Intenté despedirme. Le dije, con el dedo señalándome la tripa, que tenía cita para ver a una personita especial. Minutos después, estaba de camino a la clínica a bordo de una nube pilotada por aquel muchacho larguirucho que se había negado a dejarme escapar.

Empezamos a vernos cada día. Quedábamos para subir juntos a la décima en aquel habitáculo mágico que nos había hecho coincidir y que recuerdo con olor a chicle. Luego llegaron las tardes y los fines de semana. Y cuando me vine a dar cuenta, se había convertido en el futuro padre más perfecto que jamás habría imaginado. Me regaló dos meses de risas, apoyo, cariño y complicidad. Dos meses en los que solo importábamos él y yo. Pero aquello iba a cambiar.

Faltaban pocas semanas para el nacimiento del bebé cuando comprendí que aquel castillo de naipes no iba a tardar en derrumbarse. Aquel muchacho había llegado a mi vida justo antes de que esta dejara de ser solo mía. Ya no podría estar ahí para él. Y no estaba preparada para ver cómo salía corriendo en un momento como aquel.

El miedo se convirtió en un nubarrón imponente y sentí la necesidad de ponerme a salvo. No podía permitir que el festival de hormonas en que se había convertido mi cuerpo tomara el control. No podía esperar a tener a mi hijo en brazos para verlo desaparecer. Nos habíamos enamorado, pero aquello iba a ser un espejismo pasajero. Algo que acabaría en cuanto mi pequeño llegara al mundo y yo fuera entera para él.

Decidí acabar con aquello apenas dos semanas antes de dar a luz. No le dejé hablar. Le di un portazo en las narices para volver al espacio seguro que siempre me había dado la soledad.

Al día siguiente ya no fui a trabajar. Y aunque dejar de verlo mitigó el dolor, no podía evitar imaginármelo subiendo solo en aquel ascensor. No había sido justa, pero tampoco lo habría sido arrastrándolo a una vida que se había encontrado a medio hacer.

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Supongo que no soy la primera ni la última que he Supongo que no soy la primera ni la última que he tenido o tendré una madre gordófoba.

Y me imagino que cada uno vivimos la experiencia de una forma completamente distinta. He leído testimonios auténticamente desgarradores que realmente hace que piense que ciertos señores no deberían ser padres.

Mi experiencia también fue dura. Fue muy dura. Desde interminables dietas, hasta insultos y discriminaciones constantes acerca de mi físico. Yo crecí sin hermanos y totalmente convencida de que no merecía ni empatía, ni amor, ni una familia que me quisiera.

Salir de esa programación mental no es nada sencillo. Si vosotras habeís pasado por esto, sabeís de lo que os hablo. Y no sólo eso, es muy jodido el valorar a tus padres de una manera justa, porque lo único que ves y lo único que sientes es ese dolor, ese desprecio y ese odio que te han hecho sentir por tu propio cuerpo.

Tener una madre gordófoba es duro. Cuando tienes tanta toxicidad construída en tu autoestima es prácticamente imposible ver lo positivo que tus padres han hecho por tí.
Después de terminar mis estudios, me independicé y entonces fue cuando empecé a sanar. No sólo me distancié emocionalmente de mi madre, si no que además me distancié fisicamente, ya que me cambié de ciudad y pasé de verla todos los días a verla 1 vez cada dos meses.

Al principio, me daba envidia cuando veía que mis amigas llamaban a sus madres y teneían conversaciones como adultos normales. Pero según fueron pasando los meses lo que sentí fue un tremendo alivio.

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Imágenes de @morritagordita
¿Tenéis más excusas que añadir a la lista? 😂
Que alguien nos explique de dónde sale tanto polv Que alguien nos explique de dónde sale tanto polvo inmediatamente después de limpiar 😂

Ilustración de @sarajotabe para @weloversize ❤️
Mi amiga estaba de los nervios, como cualquier nov Mi amiga estaba de los nervios, como cualquier novia el día de su boda. O puede que un poco más. No le di importancia porque cada uno gestiona como buenamente puede sus emociones un día tan trascendental como el de su matrimonio. Tras preguntarle “¿cómo estás?”, “¿te encuentras bien?” y comentarle “si tienes que vomitar, vomita”, la dejé en paz. Entonces fue cuando vomitó, pero no líquidos biliares, sino una sospecha que tenía. Él se había marchado de viaje para despedir la soltería y, según sus investigaciones, no fue con su primo (tal y como había dicho), sino con una mujer.

De esto que te quedas ojiplática y entras en modo negación, creyendo imposible que él -a quien has defendido a capa y espada- fuese capaz de hacer algo así. Ella quería seguir adelante con la boda, así que fuimos a la iglesia con una mosca detrás de la oreja.

Y el novio que no llega. No llega. Los invitados esperando, la novia impaciente en el coche y el novio que no llega, señoras y señores. Mi amiga empieza a hacerse películas de Premio Goya, protagonizadas por un novio a la fuga con su amante.

Pero… llegó

Llegó, llegó, pero quiso entrar por la puerta de atrás. Como mi amiga no tenía el móvil encima, me escribió a mí para decirse que tenía que verse con ella en la sacristía. Excusamos la ausencia de la novia anunciando una -ficticia- rotura del vestido y se encontraron en la sacristía. Allí él confesó que no podía casarse porque ya estaba casado.

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Mi ex y yo llevábamos 15 años juntos. Hacía ya Mi ex y yo llevábamos 15 años juntos. Hacía ya un tiempo que la convivencia era algo más que difícil, realmente no nos soportábamos. Así que, tras muchas noches de conversaciones incómodas, decidimos divorciarnos. Desde que tomamos la decisión yo me fui a casa de mis padres mientras acordábamos cómo repartir las pertenencias y buscaba con calma un lugar donde vivir que se ajustase a mis necesidades y no me costase un riñón ahora que debía afrontar los gastos con mi sueldo solamente.

El tema económico siempre había sido un problema en nuestra relación, no porque fuéramos muy justos sino porque él tenía aspiraciones grandiosas y no soportaba tener que ceñirse a una vida normal, con una hipoteca normal para pagar un piso normal. Cada vez que alguien de nuestro entorno se iba de vacaciones a algún lugar exótico, si se compraban un coche de más alta gama que el nuestro, si heredaban una casa en las afueras, lo que fuera, traía problemas a nuestra casa. Noches sin dormir buscando precios y opciones de cómo rehipotecar nuestra vida para conseguir algo que no necesitábamos hasta que caía en que no era una opción realista y entraba en una especie de depresión absurda. Cada euro que gastaba (que según él era prescindible) me hacía culpable de su desdicha y la única responsable de no poder cumplir su verdadero sueño (que hoy era una finca con frutales, mañana un deportivo descapotable y pasado un chalé de tres plantas). Evidentemente esto ayudó a estropear nuestro matrimonio, pero había más cosillas que nos hacían difícil el día a día. 

Al terminar la convivencia pero seguir en contacto, empezamos a llevarnos mucho mejor. Me di cuenta de que no había perdido el tiempo, él era buena persona y le quería, simplemente nuestras aspiraciones eran diferentes, nuestros humores incompatibles y nuestra convivencia una bomba. Esto me hacía sentir bien y hacía menos duro el proceso. Buscamos un abogado común para que nos llevase todo el trámite, decidimos amistosamente cómo repartir las pertenencias y acordamos vernos con el abogado cuando tuviera la propuesta de divorcio preparada. 

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Razón no le falta a la chiquilla Razón no le falta a la chiquilla
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