Soy la peor madre del mundo. Ya está, ya lo he dicho. 

Veo los Instagram de otras madres en los que cuelgan un montón de fotos de sus hijos. Entrando al cole con su mochilita, en un columpio, andando en bici, de paseo por el monte, cocinando galletas, viendo una peli, con su pijama nuevo, con su pijama viejo, cagando, con la rodilla recién pelada, enfadado porque quiere más gusanitos, con la cara tapada porque está hasta los huevos de tanta foto… Los niños están hasta el chirri, sí, pero la madre se llevan el título de “súper madre”.

Pues bien, yo he repasado la galería del móvil y resulta que tengo más fotos de códigos QR que de mis hijos. Y tengo 3. Porque sí, soy torpe y aunque no haya que sacarle foto, yo siempre acabo haciéndole una o dos al bicho ese cuadrado. Así que he tomado la determinación de que si tengo un cuarto hijo le llamaré QR (así, en plan americano) para que por lo menos no me pueda echar en cara que no tiene fotos de pequeño. Junto con mi apellido se llamará “QR Toledo”. Y al sacarle una foto te saldrá el plano del casco viejo, la receta de la sopa de ajo y donde comprar los mejores mazapanes. 

Y es que hoy en día hay código QR para todo. Restaurante, QR para la carta. Cine, QR para la cartelera. Museo, QR para el gruía. Turismo, QR para los planos. Lo que sea que compres, QR para instrucciones. ¡Joder! ¡Que hasta los huevos Kinder vienen ahora con QR para que descargues al monigote que se te convierte en un muñeco 3D que te invade el salón! 

Te compras una revista y te viene el código QR para que la puedas descargar en tu dispositivo. ¿Me puedes explicar para qué coño quiero yo tenerla en el móvil si la tengo en la mano? ¡Que además la he comprado! Que si no quisiera leerla en papel ya habría escaneado el código de extranjis en el kiosco.

Ya solo nos falta tatuarnos códigos QR para no tener ni que hablar. Te acercas al tío que te ha encendido la pepitilla, le escaneas el código, y…:

“Nacho. 34 años. Entra y sale de relaciones más rápido que tú del gimnasio”.

Y así podríamos ir pasado por todos los que estuvieran apoyados en la barra.

“Jesús. 37 años. Vive con su madre y no va a dejar de hacerlo ni por ti ni por nadie”.

“Martín. 29 años. Te empotrará en el baño y no sabrás nunca nada más de él”.

“Javi. 31 años. Te seguirá el rollo para acabar con tu amiga”.

“Alberto. 33 años. Cocina. Hace escalada, surf y CrossFit. Es amante de los animales y busca algo informal, aunque sin descartar enamorarse de ti para siempre”, ¡Mierda! ¡Este te ha colado el perfil de Tinder!

No estaría nada mal la verdad. Pero hasta que llegue ese momento, ¿podemos dejar de poner QR absolutamente a todo? ¿Qué somos ahora, discípulos de Picasso? En serio. Que si cambio de móvil que no sea porque me he quedado sin capacidad por sacar fotos a cuadrados abstractos.

Marta Toledo