Si un día me tuviera que sentar a escribir la historia de mi vida terminaría con esa frase. Contaría mis anécdotas, mis vivencias, mis recuerdos, me mostraría como soy y la última frase sería ‘A veces me caigo’, una verdad de las buenas. Y es que caerse es un acto muy mío, una parte de mi personalidad.

Las cicatrices de mis rodillas cuentan lo feliz que he sido pero también todo lo que me he caído y no puedo negar que soy torpe. Muy torpe pero con gracia.

Como a veces me caigo no me extrañó nada que parte de  mis amigos hicieran una porra para ver cuánto iba a tardar en caerme el día de mi boda. Era natural. Cuando la torpe del grupo les dice a sus amigos que para decirse el Sí Quiero va a bajar por una escalera de cuento de princesas con vestido largo y tacones, los amigos se miran y saben que se caerá. Seguro.

Si te estás preguntando si me caí bajando las escaleras durante mi entrada a mi boda ya te digo yo que no. No me caí en ese momento ni después cuando corrí, salté, brinqué y me lo pasé como una enana haciendo el reportaje de fotos. Tampoco me caí durante el cóctel de mi boda en el que caminé, reí e incluso me monté a caballito sobre uno de mis amigos. Las horas pasaban y yo en versión princesa estaba rompiendo todas las apuestas de mis amigos.

Pero entonces comenzó a ponerse el sol y nosotros decidimos pasar al salón para ver la puesta de sol. Entre teléfonos que te pasan para que hables con gente, hermanos que apuran cervezas y felicidad,  nuestros invitados entraron al salón, las puertas se cerraron y nosotros disfrutamos de uno de esos pocos minutos en que los novios están juntos (¡y solos!) el día de su boda.  Me levanté el vestido, enseñé mis Converse rosas a las personas que estaban haciendo que todo fuera perfecto y empezamos a oír la música. El señor marido y yo nos miramos, sonreímos, se abrieron las puertas, nos soltamos de la mano porque íbamos a entrar saltando y bailando y con recorridos separados al salón. Y justo cuando sonaban los primeros acordes de la canción elegida, yo me pisaba el vestido y me caía.

SHAUUUUUUUU

Caerme pero bien. En la mesa de los amigos de mi marido, a los pies de Borja, uno de esos amigos futboleros que tantas veces había escuchado a Pepe Domingo Castaño decirle a Hevia que le pusiera a los pies de su señora y que ahora se encontraba con que la mujer de su amigo estaba a sus pies. Pensaba  que me había caído con elegancia, al menos hasta que en el vídeo pude comprobar que elegancia, lo que se dice elegancia en la caída no había mucha,  pero risas, por mi parte, todas las del mundo.

Entre risas decidí en el momento que aquello era un momentazo más y que el espectáculo debía continuar antes de que los invitados dejaran de reír y vinieran a ayudarme a levantarme dándole a aquello más importancia de la que tenía. Me levanté entre carcajadas, entre el “¡si es que siempre te caes!” que me soltó mi ya marido y llegué hasta la mesa presidencial mezclando las risas con la canción, riéndome de mi misma con todas las personas que quería, escuchando como mi madre me decía entre lágrimas de risa “menudo hostiazo”. Y es que las madres de las novias torpes tienen todo el derecho del mundo a reírse como nunca cuando ven que su pequeña del alma sigue cayéndose pasen los años que pasen.

En la mesa presidencial me “reencontré” con el consorte y tras besarnos riéndonos, él se quedo allí y yo me fui, sin saberlo ni siquiera, a lo que fue uno de los momentos más bonitos que recuerdo y del que fotos más bonitas tengo. Mesa por mesa, una a una, me recorrí todas las mesas de mi boda riéndome con todos los invitados, comentando la jugada, quedándome sin respiración entre carcajadas, dejando sin ganador aquella apuesta porque nadie se esperaba una entrada al banquete así, compartiendo segundos y  minutos con todos de esos que no tienen precio, momentos llenos de complicidad, de cariño, de amistad. Y eso,  que a veces, me caigo.

 

Tania C