Soy una chica difícil, siempre lo he sido y siempre lo seré. Parezco normal, parezco la típica mujer que lo tiene todo bajo control, que se siente segura, que su vida es estable y que si no tiene pareja es porque no quiere. Tengo mi piso, mi trabajo fijo desde hace trece años, mi cuerpo estándar y mi cara bastante agraciada. Soy muy funcional, resuelta y apañada, sobrevivo en un ambiente de hombres, estudiar ingeniería hace casi veinte años no eran tan común para nosotras. Pero siempre me hice valer, siempre demostré tener el control, la inteligencia y las ganas.

He tenido muchas parejas, más de las que creo recordar, rondo ya los 40 años y mis intentos de encontrar el amor han sido tantos que estoy segura de que si me pongo a contarlos me dejo a alguno por el camino. He tenido suerte, mucha suerte, nunca me he encontrado con un gilipollas integral, todos me han sabido querer bien, todos me han querido bonito. La cosa es que en cuanto la relación se pone medio seria, yo salgo corriendo, sin pedir perdón ni permiso.

No sé si es justificación, pero mi vida en casa siempre ha sido muy complicada. Éramos una familia muy acomodada, hasta que mi padre quebró. Nos quitaron la casa, la segunda casa, la empresa y los coches. Nos quitaron todo, hasta el amor. Mi padre se dio al alcoholismo y mi madre entró en una profunda depresión. Y ahí estaba yo con 14 años, siendo la madre de mi madre, viendo cada día a mi padre llegar borracho a casa gritándome barbaridades que aún no entiendo cómo mi mente no ha conseguido bloquear.

Por eso soy tan responsable, supongo. Por eso siempre me he tomado tan en serio la vida, por eso siempre he querido ser la mejor, por eso siempre me he hecho respetar. No quería verme sola, con dos hijos, un marido borracho y viviendo en casa de la abuela porque no tenía techo. Pero sabéis qué, que por muy dura que me quiero hacer creer que soy, también soy humana, también tengo necesidades, también necesito amor.

El caso es que de entre todas mis relaciones hubo uno, uno especial, muy especial, el más especial. Andrea. Era mitad italiano y mitad sirio, era todo lo que alguien como yo quiere y necesita. Era alegría, era constancia, era amor sin filtros. Estuvimos juntos más de cinco años, hasta que me pidió que me casara con él en París. Reconozco que de romántica tengo más bien nada, pero algo así te marca por muy de hierro que te quieras creer.

Le dije que sí, porque cómo iba a decir que no. Pero a la vuelta del viaje, mientras deshacíamos las maletas mi rudeza y yo terminamos con él. Veinticuatro horas después de creer que era posible tenerlo todo, terminé por decidir que prefería no tener nada, por miedo a que algún día se esfumase. Llamadle miedo al compromiso, yo siempre he creído que esas tres palabras no le hacen justicia al temor que tengo ante la tesitura de perder algo que jamás ha sido mío.

Andrea intentó que lo arregláramos por activa y por pasiva, me pidió que fuéramos juntos al psicólogo, me pidió que le diera un voto de confianza, me prometió que no me haría daño, me dijo que quería pasar conmigo el resto de su vida. Pero no, no puedes convencer a un ateo de que sí es posible multiplicar pan y peces. A mí, no.

Me fui a Estados Unidos, pedí el traslado para poder alejarme de él. Una de las cosas buenas de trabajar para una empresa que opera a nivel mundial, siempre tienen un lugar lejano al que mandarte. He vivido en tantos países que ya casi he perdido la cuenta. Siempre he sido incapaz de echar raíces, de mantenerme atada, de montarme una vida real.

El caso es que hace un tiempo conocí a un chico nuevo, un chico que me gustaba, que me gustaba muchísimo. Desde que lo dejé con Andrea no había vuelto a intentar absolutamente nada con nadie, no podía. Este chico, Jack, es maravilloso. Pero no era Andrea. Y yo no podía dejar de sentirme culpable, de sentirme sola, de sentir que había cometido el peor error de mi vida.

Llamé a una compañera de trabajo que seguía en Italia, donde conocí a Andrea, le pregunté que cómo le iba, que si se había echado novia o algo y ella me dijo que no, que varias chicas lo habían intentado, pero que él seguía diciendo que seguía colado por mí. Tres años después, si es que no le merezco, de verdad que no.

Escribo esto desde Roma, metida en su cama y lo tengo aquí, a mi lado, durmiendo. Hemos vuelto. Hace un par de semanas llegué y han sido absolutamente maravillosas. Hace unas horas hemos tenido una conversación intensa, muy intensa. Me ha dicho que ya no tiene edad, que ha pasado los 40 y que sí, que me quiere con toda su alma, pero que no quiere perder el tiempo, que no tiene tiempo que perder.

Dice que quiere intentarlo, pero de verdad. Que no necesita que nos casemos, que le da igual, que no necesita un papel que le diga que vamos a pasarnos el resto de nuestra vida juntos, pero que no quiere seguir como si tuviéramos 20 años. Que quiere ir hacia delante conmigo, pero de verdad.

No le he dicho que sí, no le he prometido nada. No lo he hecho porque no puedo, porque no sé mentir, porque soy incapaz de prometer algo que no sé si voy a poder o voy a saber cumplir. Pero a vosotras os digo, con la mano en el corazón que le quiero. Le quiero con toda mi alma, sé que es el hombre de mi vida. Acabo de pedir cita con un psicólogo para que me ayude a afrontar la vida porque quiero que funcione, de verdad, esta vez sí. Espero estar a la altura, espero no volver a perderle.

 

Anónimo

 

Envíanos tus historias a [email protected]