Me decía el otro día mi hermana que tengo el deber de contaros mi historia. Aunque más bien es la de mi hija, o esa mujer a la que llevo sin ver algo así como dos años. Os acabo de hacer un spoiler y es que lo que nos sucedió no tuvo un final del todo feliz. No descarto en absoluto que Mireia y yo volvamos a reencontrarnos algún día, pero en este momento, a sus 20 años, con saber que está bien debo conformarme.

Di a luz a Mireia tras un embarazo difícil. Yo era una chica joven, con mucho que vivir todavía, pero a mis entonces 23 años algo me hizo decidir que era mi momento para ser madre. Llevaba emparejada con mi novio un par de años y las cosas no nos iban mal, él tenía su trabajo en el taller de su padre, yo todavía estaba pensando si quería labrarme un futuro profesional o bien ser ama de casa. Así que en plena entrada del nuevo milenio cuando descubrimos que estábamos embarazados lo celebramos muchísimo. No tanto mis padres, que todavía nos veían como dos mocosos sin dos dedos de frente.

Pero Mireia nació y nos llenó de luz. Siempre fue una niña llena de carácter. Yo la animaba a que no dejara a un lado su forma de ser, me parecía estupendo que una pequeña de apenas 6 años tuviera tan claras sus ideas. Cierto es que en muchas ocasiones la familia decía que en la adolescencia nos traería más de un quebradero de cabeza pero nosotros no prestábamos mucha atención. Intentábamos educar a nuestra pequeña sin exigencias pero procurando enseñarle lo que está bien de lo que está mal, que su carácter estaba muy bien pero que las cosas no siempre salen como queremos.

Mi pareja y yo nos independizamos de mis padres cuando Mireia tenía 7 años. Yo había conseguido trabajo en una zapatería y nuestra economía entonces nos permitía ser libres. Hasta entonces mis padres nos habían vuelto locos intentando según ellos ‘ayudarnos’. Lo que no nos imaginábamos era que nuestro recién estrenado ritmo de vida no iba a pasar por el filtro de lo tolerable por nuestra hija.

De repente los horarios de nuestro día a día no giraban en torno a la pequeña Mireia, sino en hacer prácticamente magia para poder llegar a todo. Su padre trabajaba más de 9 horas al día, y mis turnos partidos no dejaban mucho espacio para que yo pudiera disfrutar al 100% de mi hija. Pero hacíamos lo que podíamos y cada noche a las nueve estábamos lo tres sentados a la mesa para lo que pretendíamos fuese una cena tranquila en familia.

Pero como os digo para Mireia todo aquello era demasiado. Pasó de ser una niña con carácter y las ideas claras y poco a poco ser cada vez un poco más déspota. Salía del colegio a las seis de la tarde y se iba al parque con mi madre o con mi hermana, merendaba con ellas hasta las ocho que yo salía de trabajar y podía ir a buscarla. Siempre me recibía con malas palabras. Jamás un abrazo o un ‘mamá te echaba de menos’. Más bien todo lo contrario. Todo eran exigencias y caras largas cuando, por el contrario, con el resto de la familia continuaba siendo una niña buena y cariñosa.

Yo procuraba sentarme con ella y aprovechar el tiempo juntas pero no había manera. Los domingos, el único día de la semana que podíamos juntarnos los tres y hacer algún plan, Mireia parecía tramar algo para que todo terminase en discusión. Si no era por la ropa era porque prefería no desayunar, sino porque el plan no le apetecía. Había sábados a la noche que le ofrecíamos la posibilidad de ser ella la que decidiera lo que hacer al día siguiente, pero ni así. Normalmente nos respondía que quería irse a casa de los abuelos y que nosotros podíamos quedarnos en nuestra casa si nos apetecía.

No quería pensar mal, al fin y al cabo no llegaba a los diez años, pero me daba la impresión de que lo único que buscaba era darnos un escarmiento por no estar con ella más tiempo. Yo tenía claro que algún día, cuando ella pudiera comprenderlo, me sentaría con ella para explicarle que las responsabilidades son así. Que ella era todo mi mundo y que solo buscábamos poder vivir mejor con ella y que tuviera aquello que pudiera necesitar. No la colmábamos de regalos, tampoco nos gustaba consentirla o suplir unas cosas con otras, pero dentro de nuestras posibilidades procurábamos que no le faltase de nada.

Educar es sumamente difícil. Según pasaban los años yo veía que mi hija se alejaba cada vez más de mi. Observaba cómo era una niña con mi padres o con mis suegros, y otra muy diferente con mi pareja y conmigo. No nos daba ni un solo respiro, era como si tuviese un escudo defensivo constante. A mí todo aquello se me empezaba a hacer bola, y cuando Mireia tuvo ya sus doce años decidí que debíamos hablar.

Así que una tarde de lunes, tras llegar agotada del trabajo e intentando no tener nuestra vigésima discusión por el estado cochambroso de su habitación, le pedí que se sentase conmigo en el salón para comprender un poco mejor qué le sucedía con nosotros, por qué, qué habíamos hecho mal.

Como os digo, mi hija era entonces todavía una niña, viviendo ese momento vital en el que te estás convirtiendo en una mujercita. Sus notas, que hasta entonces habían sido buenas, empezaban a bajar y sus profesores me enviaban continuamente avisos sobre su mal comportamiento. Ya nos habíamos reunido un par de veces con el psicólogo del colegio y su punto de vista era que Mireia era una niña que reclamaba atención. No sabéis lo que era para mí saber que debía pasar más tiempo con mi hija y no poder dárselo, me mataba.

Aquella noche Mireia no me dijo nada nuevo, lo único que le pedí fue que fuera sincera conmigo, que me contara qué le pasaba por la cabeza, y su respuesta fue que estaba harta de mí, que nos odiaba a su padre y a mí y que ojalá pudiera irse a vivir a casa de sus abuelos. Lloré lo que no está escrito mientras ella me miraba impasible para después encerrarse de nuevo en su habitación. Cuando llegó su padre, ya harto de todo, al verme allí hecha polvo decidió que era demasiado. Fue directo al cuarto de Mireia y le recriminó su mal comportamiento llamándola egoísta, pidiéndole algo por su parte y diciéndole que si no le gustaba lo que había en casa, ya sabía dónde estaba la puerta.

Fue lo único que le hizo falta a mi hija para hacer una mochila y largarse a casa de mis padres, donde pasó unos quince días, hasta que le exigí a mi madre que la obligase a volver. No nos dirigió la palabra en tres meses, hasta la llegada del verano. Y no le quedó más remedio que hacerlo cuando al recibir las notas vimos que se quedaba estancada en 6º de primaria ya que había suspendido las principales asignaturas. Ella, una niña inteligentísima y con sobradas aptitudes.

La apuntamos a una academia y optamos por empezar terapia con ella. Ese verano Mireia se dedicó a estudiar y juntos visitamos una vez por semana a un especialista con el que no le quedó más remedio que abrirse. En su interior había tantísima rabia, tanto malo que tenía guardado solo para nosotros… ¿El motivo? Ni ella lo sabía, lo único que repetía era que no nos quería, que estaba harta de nosotros dos.

Mireia repitió 6º y para nuestro alivio sacó el curso sin apenas despeinarse, con todo sobresalientes. Nos entregaba el boletín de notas orgullosa pero todavía recriminándonos que hubiésemos dudado de sus capacidades. Tratamos de explicarle que en absoluto, que lo que más nos dolía era que sabíamos de sobra que ella podía hacerlo, pero seguía sin ceder. Entró en el instituto y realmente fue aquí cuando todo se vino abajo.

Valoramos matricularla en un colegio concertado en vistas de que quizás le hubiese ido mejor en un centro con menos libertades a la hora de asistir a las clases o con un trato más personal, pero ella se negó en rotundo. Encima, mis padres decidieron darnos su opinión delante de ella y optaron por criticar la enseñanza privada. Así que Mireia empezó el instituto siendo ya toda una mujer, que además se había desarrollado a una velocidad de infarto.

Fue cierto que la perdimos. Lo vimos venir y aun así no supimos frenarlo. Apenas habían pasado 5 meses del inicio del curso cuando recibimos una carta en la que nos avisaban de que Mireia estaba faltando demasiado y no había justificantes. Sus notas eran muy raspadas. Suspendía matemáticas y aprobaba lo demás por los pelos. Decía que no quería estudiar, que había decidido hacerse ilustradora y que para eso no tendría que estudiar. Empezó a juntarse con chicos y chicas mayores que ella, su cuarto empezó a ser una leonera terrible llena de recortes de revistas y un buen día el olor a tabaco en su habitación nos hizo saber que, de repente, fumaba.

Su padre y yo intentábamos hablar con ella, cuando no era posible le caían broncas, la castigábamos si lo veíamos necesario… Pero lo que ella nos daba por respuestas eran risas malévolas y frases que no pienso repetir. Pasaba de curso con pinzas, y nos decía aquello de que no la rayásemos, que ella se sacaría la ESO y que después no le veríamos más el pelo. Traía amigas a casa, entraba y salía sin decirnos nada, no se nos podía ni ocurrir mencionarle una comida familiar.

Y así fueron los días hasta que me quedé de nuevo embarazada. Mireia tenía entonces 15 años. Asustada pero en parte también esperanzada en que un nuevo miembro en la familia arreglase un poco las cosas, entré en la habitación de mi hija para encontrármela dibujando en una de sus paredes. Tras un par de gritos exigiéndome que la dejase en paz decidí dejarle caer que iba a tener un hermano. Estaba entonces embarazada de 9 semanas y os juro que en mi cabeza todavía tenía la esperanza de que Mireia se tomase aquella noticia con un poco de cariño.

No lo hizo, claro. Se acercó a mí y me dijo que no entendía como una vieja como yo podía quedarse preñada. Después me deseó buena suerte y me pidió que cerrara la puerta al salir. ¿Y sabéis qué? Según fue creciendo mi barriga, la violencia de Mireia contra mí también lo hizo. Jamás nos había puesto una mano encima, al igual que nosotros a ella tampoco, y en cambio parecía que mi embarazo la animaba a levantarme la mano cuando la frustración le podía. Siempre se frenaba hasta una tarde en la que su padre le prohibió salir tras la enésima nota de su tutor sobre su mal comportamiento.

Entró en su habitación, le confiscó las llaves de casa y después cerró la puerta de la entrada, diciéndole que no saldría de casa en todo el fin de semana. Mireia se mantuvo en silencio unos segundos hasta que sin pensárselo se vino hacia mí, que estaba callada en una esquina del salón, y me dio una patada en toda la barriga. Estaba embarazada entonces de 30 semanas y pasé dos semanas hospitalizada por una fisura en la bolsa.

Nunca mostró arrepentimiento. Y su padre fue el que se acercó a mí para decirme que aquello tenía que terminar. Sin más, lo siguiente que supe fue que se había acercado a la policía para comentar el acto violento de Mireia contra mí. Le informaron de que podía denunciar y así lo hizo. Volvió a casa acompañado de un policía que esperó hasta que nuestra hija se decidió a regresar bien entrada la madrugada.

Aquello, como imaginaréis, rompió por completo lo que podíamos considerar nuestra familia. Mireia estuvo interna en un centro de menores hasta los 17 años. Los informes psicológicos decían de ella que era una mujer nada estable y que continuaba mostrando una rabia insostenible contra nosotros. Para cuando fue libre decidió que hasta los 18 años viviría con mis padres. Ellos optaron por acogerla y ella les exigió que mi presencia así como la de su padre, estaba completamente prohibida.

Mi madre me informaba, decía que Mireia estaba estudiando a distancia y que a ellos los respetaba muchísimo. Mi hijo Pablo cumplía ya casi los dos años pero su hermana jamás quiso conocerlo.

El día que mi hija se hizo mayor de edad, temprano por la mañana, empaquetó todas sus cosas, se despidió de sus abuelos, y se fue. Lo único que dijo era que se iba a vivir con un amigo y que estaría bien. Los besó en la frente y prometió visitarlos de vez en cuando.

De aquel día han pasado casi dos años y sé que Mireia trabaja ahora como tatuadora en un estudio del centro de nuestra ciudad. Miro alguna vez sus redes sociales y al menos me siento orgullosa de que sea una chica que ha sabido ser fiel a sus objetivos. Pero no puedo olvidar todo lo que nos hizo. Sé que con ella algo no hicimos bien, no logro entenderlo pero estoy segura de que la culpa fue mía. Y es muy duro pensarlo porque al fin y al cabo yo solo quería lo mejor para mi hija y no supe hacerlo.

Pablo, mi hijo, en cambio es todo amor. Es un niño que adora abrazarnos, que nos repite siempre lo mucho que nos quiere y que sabe que tiene una hermana y espera conocerla algún día. No sabéis lo que es cruzarte con tu hija por la calle y que te gire la cara o que simplemente se comporte como si no te conociera.

Yo a Mireia siempre la querré y a pesar de todo estoy segura de que sabe que tiene unos padres que harían lo que fuese por ella. La maternidad a veces es así, dura y fría, y a nosotros nos tocó con ella, y por desgracia no pudimos disfrutar todo lo que quisimos de nuestra pequeña.

Fotografía de portada

 

Anónimo