No te puedo creer, al igual que ya lo hiciste un día sé que volverás a tropezar una y otra vez en la misma piedra…

Ya no sé cómo demostrarte que he cambiado, estoy aquí ¿verdad? Contigo.‘ Miraba a mis ojos irradiando una sinceridad que nunca antes había sentido.

Llevaba entonces dos años en París. Veinticuatro larguísimos meses de idas y venidas, en los que mi vida profesional había ido hacia arriba mientras que la personal se desmoronaba directa a lo más profundo.

Él había estado siempre conmigo, apenas recuerdo mis años siendo adulta en los que Enrique no me había acompañado. Estudios, primeros trabajos, mudanzas… Todo lo había vivido de su mano, al menos hasta que París me llamó alejándome de él casi por completo.

Con lágrimas en los ojos y un nudo inmenso en el estómago nos habíamos despedido en la estación de tren. Detrás, cientos de promesas de futuro, de visitas programadas en el calendario y de te quieros entristecidos.

Con el paso de los meses comenzaron los reproches. Los ‘no me has llamado esta noche‘, los ‘¿quién es ese chico del que tanto me hablas?‘ y las desconfianzas gratuitas. Con miles de kilómetros de distancia entre nosotros nos impusimos horarios imposibles de cumplir, llamadas obligadas y mensajes a cualquier hora. Aquello había dejado de ser amor.

Y de pronto un día, en medio de aquella rutina envenenada entre nosotros, Enrique desapareció. No hubo mensaje de ‘buenos días‘, ni llamada a la hora del almuerzo, nada, silencio. Intenté localizar a su familia, pregunté a nuestros amigos e incluso reservé un vuelo ese mismo fin de semana agobiada porque algo le hubiera pasado al que entonces era mi pareja. Hasta que tres días más tarde mi teléfono sonó.

Soy un cobarde, no me llames. No soporto esta situación ni un segundo más. Lo siento.

Sola en una ciudad que me devoraba en su inmensidad, abandonada y sin nadie a mi lado me rompí en mil pedazos en mi pequeño apartamento. No hice caso y marqué su número, pero su cobardía era demasiado fuerte, hasta una dos y tres veces rechazó mis llamadas.

Me descompuse por dentro ante aquella fijación y dependencia que ambos habíamos generado. Me sentía como un equilibrista al que, sin previo aviso, roban la red bajo sus pies. París ante mis ojos, y sobre mí una losa de dolor horrible. Recomponerme fue un trabajo duro y muy doloroso. No entendía mi futuro sin aquel hombre, no era capaz de ver más allá de sus mirada.

Pero aquella ciudad me regaló espacio. Comencé a entablar conversaciones con mis compañeros sin depender a todas horas de mi teléfono. Paseé por sus calles sin mirar continuamente el reloj pendiente de un llamada de Skype. Y lloré, claro que lloré, pero también aprendí a sanar mis heridas a las orillas del Sena.

Días más tarde la información llegó a cuentagotas: ‘está con otra, no creas lo que te diga‘, ‘todo son mentiras, lo hemos visto con una compañera de trabajo‘… Lancé mi teléfono al suelo con fuerza y grité, no de rabia pero sí de angustia. Quería olvidar y no dejar sangrar de nuevo mis cicatrices, ¿tan difícil era eso de entender?

Sin darme cuenta tres meses pasaron sin noticias de Enrique. Reconstruí mi vida alrededor de una nueva realidad parisina. Poco a poco había vencido al monstruo de la soledad con ayuda de nuevos amigos y planes maravillosos. Aquella pequeña parte de mi cuerpo que el que había sido mi chico se había llevado parecía no ser necesaria para mi felicidad. Todo volvía a tener sentido.

Pero el egoísmo del que no sabe lo que quiere es muchas veces peor que una enfermedad, y Enrique regresó un día pidiendo perdón en letras mayúsculas a través de un mensaje inesperado. Mi madurez me hizo mantenerme firme y responder con una llamada.

¿Qué quieres de mi? Ahora que he conseguido salir del agujero en el que había caído por tu culpa, ¿no te das cuenta del daño que me hiciste?‘ y me sentí más liberada que nunca.

Solo quiero decirte que lo siento y que fui un idiota, sé que quiero estar contigo y con nadie más‘ respondía Enrique entrecortado por las lágrimas.

No quise escuchar y le pedí entonces que tratase de olvidarme como yo le había olvidado a él. Apagué mi teléfono y me tumbé sobre la cama esperando que el sueño me hiciera olvidar aquel breve episodio.

Días después llegó el fin de semana y con él mi pequeño paseo de cada sábado. El sol resplandecía sobre la catedral de Notre-Dame y el ambiente festivo de aquellas calles me llenaba por completo de energía.

Llegué a la Plaza de Juan Pablo II y me senté sobre un banco de piedra observando como cientos de turistas admiraban abrumados la grandiosidad de aquel precioso templo. El calor de la primavera me invitó a acomodarme y disfrutar todavía más de aquel momento solo para mí. Y entonces una voz familiar rompió la magia por completo.

Sábado a mediodía, tu parada obligada en Île de la Cité‘ abrí los ojos deslumbrada por el sol para encontrar la figura de Enrique ante mí.

¿Qué haces aquí? Te dije que me olvidaras, no que vinieras a París‘ una rabia contenida me hizo enfadarme como hacía meses no me enfadaba, aquel era mi espacio, no tenía derecho a robármelo.

Solo quiero que veas que no soy ese imbécil de hace unos meses, he cambiado, tienes que creerme…

Levanté la mirada y fijé mi atención en el increíble rosetón que ornamentaba Notre-Dame. Siglos de historia que aquellos muros guardaban en su silencio. En una esquina de aquella plaza un chico se arrodillaba ante una sorprendida mujer y más allá tres niños corrían tras su padre. La imponente aguja de la catedral acariciaba el cielo de París. Y entonces lo comprendí todo.

Volví a mirar a Enrique, que esperaba ansioso una palabra de mis labios. Me acerqué a su mejilla y lo besé olvidando cualquier rencor del pasado.

Gracias por lo que fuimos, y sobre todo gracias por regalarme el valor de salir adelante yo sola. Mi futuro ahora es París‘ lo abracé una última vez y continué mi camino con paso firme.

Aquella mañana frente a Notre-Dame fue mi final con Enrique y el principio de mi libertad conmigo misma. No necesito la mano de nadie para caminar hacia adelante, solo yo marco mi camino.

Anónimo