Esta historia tan dramática para mí, pero divertida para vosotras –o eso espero– se remonta a julio. He necesitado un par de meses para ver las cosas con perspectiva y superar el traumita.

Conocí a Julián (nombre falso para proteger su intimidad) en Tinder y me gustó. Me pareció atractivo y era mi tipo físicamente. Tenía barba, tatuajes, gafas y un rollito rockero que a mí me pone bruta. Empezamos a hablar y me sorprendió mucho que sus gustos no coincidiesen con su apariencia. Fallo mío por prejuzgar. No le gustaba el rock ni la música modernilla, jamás iba al cine y apenas veía películas en casa, y su plan favorito era jugar al fútbol con sus amigos. En realidad yo sólo quería echar un polvo, así que no le di importancia a esa diferencia de aficiones entre los dos (podéis llamarme superficial, no pasa nada).

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Total, que quedamos un bonito viernes soleado en plena ola de calor por su barrio. Él me dijo que vivía solo en una casita en el centro de la ciudad y yo flipé en colores porque por la zona, debía ser un pastizal. El chico daba clases particulares así que no entendía de dónde sacaba el dinero para pagar una casa (ojo, casa, no piso) en la zona más pija y cara de la ciudad. Tampoco quise preguntar porque no es asunto mío, pero me sorprendió.

Fuimos a tomar algo a un bar y ohhhh, qué casualidad, tenía que volver a casa para enviar un mail de trabajo y quería que le acompañase. Me pareció obvio que íbamos a follisquear así que palante que fui.

Llegamos al casoplón con jardín, piscina, terraza en la planta de arriba y ocho mil habitaciones y de repente se oye una puerta.

– Hijo, ¿estás en casa?

De una habitación salió su madre y yo flipé en colores. Me parece fantástico que sigas viviendo con tus padres pasados los 30, sobre todo si tu sueldo es una mierda como le sucede a la mayoría de españoles, pero tío, no seas fantasma.

Me presentó a Patricia, su madre, y la mujer decidió irse a hacer la compra y dar un paseo para darnos intimidad. Yo sólo podía pensar “en qué habitación estará su padre”, pero no, ya estábamos a solas.

– Bueno, en realidad vivo con mis padres, pero no te lo dije por si te asustabas. Podría pagarme un piso yo solo, pero me gusta vivir con ellos.

Emmmm, ahí había algo que no me cuadraba. O estaba marcándose otra fantasmada diciendo que podría vivir solo, o no logro entender como alguien a determinada edad no se independiza pudiendo. No le di más vueltas, yo había ido allí a follar.

Subimos a su habitación y empezamos a acariciarnos. Él estaba nervioso, yo me puse nerviosa al notarle nervioso y todo se volvió incómodo, torpe y raro. Se puso encima, me la empezó a meter, se le bajó, se le volvió a subir, y de repente me llamó Patricia. Sí chiquis, me llamó como a su madre.

“No voy a decir nada porque igual ha sido un lapsus”, pensé. Pues nada, el chico me volvió a llamar Patricia cuatro veces más.

No sé si debí decir algo, si debí huir, si debí recomendarle un psicólogo. Lo que sí sé es que me sentí tan rara que me quedé de piedra y al acabar me piré de ahí sin mirar atrás. Sobra decir que no me corrí, pero bueno, conocí a Norman Bates en persona.

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Anónimo

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