Sábado noche. Cena de empresa. Vestido de Asos que resalta mi culazo y hace que hasta yo quiera meterme morro al mirarme en el espejo. Vino. ¿Qué puede salir mal?

Así comenzó la noche, conmigo en el baño espatarrada de piernas y echándome crema hidratante hasta en el periano. Os juro que yo no iba buscando guerra, pero me gusta tener la zona que conecta mi ojete con mi chochet bien suavita.

Estreno mi paleta de sombras nueva y me marco un smokey-eye. Spoiler: no lo hagáis si no queréis acabar a las 5 de la mañana pareciendo un mapache. Labios rojos, perfume, y a por el vestido. Me miro en el espejo del armario y me aplaudo, porque que no os engañen: tener el ego subido NO ESTÁ MAL (siempre y cuando no vayas pisoteando a la peña, que nos conocemos). Estaba divina y no me avergüenza reconocerlo.

Salgo de casa directa al metro. Soy guapa pero pobre, no me puedo permitir un taxi como en Sexo en Nueva York.

Llego al restaurante y saludo a mis compañeros. Le doy dos besos a mi jefa, y luego me siento con mis compañeras de departamento. No puedo quejarme, en mi curro hay un ambiente cojonudísimo.

El camarero trae platos de jamón, patatas bravas, calamares, cachopo y, lo más importante, VINO. Y así como vino se fue, porque nos lo ventilamos en un abrir y cerrar de ojos. Que si copita por aquí, copita por allá, y a las 12 de la noche yo ya estaba como Las Grecas.

En esto que abandonamos el bar como si fuesemos Marco viajando a los Alpes para encontrar a su madre, me fijo en un muchacho con cara de perdido.

  • Oye, ¿quién es ese?
  • ¿Ese quién?
  • El de la pajarita.
  • Uy, es el de prácticas. Está en segundo de carrera. Ahora nos vienen así de espabilados, trabajando desde que empiezan la universidad.
  • Es mono…
  • Yoli, que podría ser tu hijo perfectamente.

Y ya sólo con esa frase yo sentí el reto fluyendo por mis venas. ¿Quién me dice a mí con quién puedo o no puedo acostarme? ¿Desde cuándo una es mayor para echar un polvo? ¿Y si me quiero comer un yogur, quién me lo impide?

Llegamos a la discoteca y le invité a una copa con la excusa de preguntarle por cómo se encontraba en la empresa. Aunque yo no soy su jefa porque estamos en distintos departamentos, sí que es cierto que tengo un puesto superior. Como no quería que el muchacho se sintiese incómodo, en todo momento intenté mantener las distancias… Hasta que veo que empieza a tontear.

Le seguí el rollo y entre miraditas y frasecitas, me invitó a ir a su piso. Obviamente dije que sí.

Como diría Julio César, “veni, vidi, vici​”. O lo que es lo mismo, “llegué, me desnudé y follé”. Fue una noche loquísima de las que hacía tiempo que no tenía, y como todo lo bueno se acaba, amaneció. Se hizo de día y nos quedamos dormidos, y a eso de las 13.00 yo abrí los ojos (o lo intenté, porque tenía unos pegotes de rimmel que madre mía). Me puse el vestido, me despedí y salí de la habitación, cuando me encuentro en el salón a nada más y nada menos que un amigo de toda la vida de mi hijo.

Sí, tengo un hijo de la edad del becario, pero lo último que esperaba yo es que mi ligue compartiese piso con el chaval al que serví lentejas cuando tenía 7 años y venía a comer a mi casa con mi hijo.

Pues resulta que se ha corrido la voz y ahora todos los colegas vacilan a mi hijo con su madre (es decir, conmigo) soltando machiruladas y actuando como gallitos en medio del corral.

Menos mal que le eduqué bien y sabe respetar a las mujeres, y con la cabeza bien alta les ha dicho:

“Ni a mí ni a vosotros os importa una mierda a quién se tira mi madre. Mientras sea feliz.”

Yo no puedo estar más orgullosa, pero creo que durante una temporada se va a acabar eso de acostarme con yogurines (sobre todo si tienen la edad de mi polluelo).