A lo largo de mi vida he hecho voluntariado en muchísimas ocasiones, es algo que recomiendo fervientemente y cada vez que puedo intento enganchar por banda a alguien para arrastrarle a vivir una de esas experiencias, a ver si hay suerte y le pica el gusanillo que a mí me marcó para siempre.

He hecho voluntariado en distintos países y muchas clases distintas. Estuve en un orfanato en un pueblo de Bulgaria, es un colegio en Argentina y en varias ciudades de España, sobretodo Alicante y Madrid que es en las que vivo. Me encanta hacer voluntariado con niños, jugar y enseñar es una de las cosas más bonitas del mundo, pero si hay algo que me gusta sobremanera es ir a asilos o residencias para mayores, regalar un par de oídos durante unas horas a una persona que necesita ser escuchada es magia de la buena.

Pues a pesar de todas las experiencias maravillosas que imaginaréis que he vivido, pocas me han marcado tantísimo como la que viví el otro día en un centro para mayores de la ciudad de Elche. Fui dispuesta a encontrarme con alguna personilla que quisiera contarme sus batallas, de normal siempre me acerco a algún ser solitario con cara de pocos amigos, son mis favoritos. Que te reciban con cara de gruñones y acabar tronchados de risas es mi objetivo principal en la vida.

Pero sin embargo acabé sentada junto a una pareja de abuelillos maravillosos, me atrajo la sonrisa que tenía él puesta en la cara, no estaban haciendo absolutamente nada, si quiera se miraban y sin embargo él sonreía, sonreía sin parar. Ella no hacía movimiento alguno, estaba con la mirada perdida en algún lugar muy lejos de aquella sala de estar.

Me acerqué y les pregunté sus nombres, me dijo que él se llamaba Luis y que ella era Ascensión, pero que todo el mundo la llamaba Choni. Me explicó que ella no hablaba, que llevaba mucho tiempo con Alzheimer y que ya no recordaba siquiera cómo pronunciar palabra, pero que él estaba seguro de que en el fondo ella escuchaba y lo anotaba todo en el fondo de su bonita cabeza. (Lo de ‘bonita cabeza’ no es algo que haya puesto yo para endulzar, de verdad que hablaba de ella con todo el amor que os podáis imaginar).

Luis estaba lleno de vida, me dijo que él no tenía, tan solo 85 años muy bien llevados. Que jamás había estado ingresado en un hospital, que su cabeza por suerte seguía en su sitio y que todas las mañanas iba a clase de gimnasia para mantener sus huesos a raya, que él en realidad estaba allí por su mujer, pero que si no él se apañaría muy bien en su casa. ‘La que me da más trabajo es esta belleza y como yo solo no puedo cuidarla, pues nos estoy pagando este hotel maravilloso a los dos para que nos echen una mano y poder sobrevivir juntos esta última etapa’.

Yo no daba crédito, llamadme millenial, pero yo nunca había visto algo tan puro, algo tan duradero, algo tan lleno de ese algo que no sabes explicar qué es, pero que es evidente que existe. Amor, creo que lo llaman.

Le pregunté qué cómo se hacía, que cuál era el secreto. Me dijo que el secreto estaba en los remiendos, sí como lo leéis. Me dijo algo así: ‘hoy en día cuando algo se os rompe lo tiráis a la basura, nosotros crecimos remendándolo. Si algo se rompía, lo arreglabas. Pues lo mismo con el matrimonio, nosotros estamos llenos de agujeros cosidos, de goteras tapadas y de brechas cementadas. Nosotros no sabemos qué es eso de usar y tirar, nosotros estamos hechos pedazos, pero juntos.’

Me dio muchísimo que pensar, muchísimo que preguntar y muchísimo que filosofar. Pero de eso mejor hablamos otro día, que a lo que he venido aquí es a contaros su historia. Como buena periodista que soy, le acribillé a cuestiones, pero la más bonita de todas fue al respuesta a ‘¿Cómo es posible que la mires con tanto amor?’.

¿Cómo no iba a hacerlo? Yo la miro y no solamente veo a la mujer que está aquí, veo a la mujer que fue, la mujer que fue conmigo, junto a mí. Sigue teniendo los mismos ojos de los que me enamoré una vez, la mirada ha cambiado muchísimo a lo largo de nuestra vida, pero los ojos no. El fondo de sus ojos sigue siendo perdición, sé que ella está ahí dentro, detrás de todas las arrugas, los años y las canas. Aunque no me hable, no me recuerde y casi ni me vea, yo sé que sigue ahí en alguna parte y estoy completamente seguro de que nos volveremos a encontrar después allá donde sea que vayamos, desde que nos conocimos no hemos sido capaces de vivir el uno sin el otro. 

Ojalá le hubierais escuchado hablarme mientras la miraba. Creo que ha sido de los regalos más bonitos que me ha hecho la vida, poder vivir esa tarde con ellos.

Yo no creía que hubiera vida después de la muerte, para ahora solo puedo pensar que ojalá la haya, quiero creer que existe, necesito pensar que su historia irá más allá, que se volverán a encontrar, que se volverán a mirar a los ojos y se reconocerán, que habrá segunda parte y que no hay aguja e hilo suficiente en el mundo para todos los remiendo que les quedan por hacer.