Intentó volver conmigo al saber que yo me casaba.

 

Os escribo estas líneas para contaros la historia de mi ex.

Para mantenernos a todos en el anonimato le llamaré por el apelativo que le pusieron mis amigas en algún momento de nuestra intermitente relación.

Aunque es un hombre, para nosotras siempre será Flora.

Ya sabéis, por la gata Flora. La que cuando se la meten, chilla; y cuando se la sacan, llora.

Pues así es él.

El tío que me dejaba porque se agobiaba y volvía cuando se aburría o me veía a mí entretenida.

El que, meses y meses después de nuestra ruptura definitiva, intentó volver conmigo al saber que yo me casaba.

Estuvimos juntos —ahora sí, ahora no— un poco más de seis años, que se dice pronto.

Los dos primeros como amigos con derecho a roce. Que el chaval era joven y no quería atarse a nadie.

En un momento dado, me cansé, no esperé a que me volviera a llamar y empecé a tontear con otro. Cuando se enteró vino corriendo a marcarme como si fuera un perro. No me echó una meadita en los zapatos, me dijo que se estaba enamorando y que quería estar conmigo. En plan novios y tal.

Y yo, que estaba pillada como una idiota, accedí llena de ilusión.

No voy a decir que todo fue malo.

Pero tampoco negaré que sus idas y venidas me hicieron mucho daño.

De modo que, la última vez que me vino con lo de que se sentía atrapado —uno de sus clásicos habituales— me concedí un tiempo prudencial para superarlo y me obligué a sacarlo de mi vida para siempre.

Y, como lo que teníamos era una mierda pinchada en un palo, lo conseguí.

Imagen de Rodnae Productions en Pexels

Rechacé el par de intentos de aproximación que realizó y le dejé claro que no le iba a volver a colar.

Me centré en mí, recuperé mi amor propio y, como si estuviese esperando a que estuviera lista, conocí al chico que me enseñó cómo va eso de estar en una relación sana.

Nos comprometimos en nuestro primer aniversario y organizamos la boda para el segundo, que muy convenientemente caía en sábado.

Entonces, Flora, hizo acto de aparición una vez más para poner patas arriba mi tranquila existencia.

La primera toma de contacto fue un encuentro casual —que luego supe que no había sido nada casual— frente al portal de mi lugar de trabajo. Me había pillado con la guardia baja y acepté su invitación para tomarnos unas cañas y ponernos al día.

Tonta de mí, recuerdo pensar que parecía haber madurado y que lo veía como más sereno y humilde.

Así que, cuando unos días más tarde me topé con él al salir del gimnasio, me acompañó hasta mi casa y seguíamos de risas cuando llegamos, estuve tentada de invitarle a subir para continuar charlando. Sin embargo, soy más rencorosa de lo que quisiera admitir y una parte de mí, una pequeña y mezquina, me dio una colleja mental y me obligó a decirle que un placer y que ya nos veríamos.

Lo malo fue que nos vimos antes de lo que esperaba.

Había salido con mis amigas, estaba pidiendo una copa en la barra de uno de nuestros pubs de cabecera y, de pronto, alguien me tapó los ojos y se me pegó a la espalda. Me giré toda contenta pensando que era mi chico. Pero no, allí estaba mi ex.

Todo sonrisa y amabilidad y galantería. La mejor versión de Flora toda disponible para mí.

La movida me empezó a dar mala espina, sobre todo cuando empezó a tocarme constantemente al hablar y a ponerse intensito.

Para cuando me dijo que me echaba de menos y que al verme el otro día se había dado cuenta de que había dejado escapar a la mujer de su vida, la mosca detrás de mi oreja se cruzó de brazos y me dijo ‘ves, lo sabía’.

Me di cuenta de que me estaba tomando por tonta y traté de pararle los pies.

Flora se me echó a llorar —¡a llorar! Jamás le había visto ni medio emocionarse— y, entre lágrimas, me sujetó la cara con ambas manos y me suplicó que no me casara. Que iba a cometer un error porque estábamos destinados a terminar juntos.

Qué valor, chaval.

Lo mandé a la mierda.

O sea, literalmente le dije ‘vete a la mierda’.

Me despedí de mis amigas y me marché a mi casa flipando en colorinchis.

Esa misma semana descubrí dos cosas.

Que se había enterado de mi compromiso por un conocido común.

Imagen de Jasmine Carter en Pexels

Y que el muy cabrón no solo intentó volver conmigo al saber que yo me casaba, sino que, ante el fracaso de su tentativa, se puso en contacto con mi novio y trató de advertirle de que no se casara conmigo porque yo seguía enamorada de él.

Tuvo los santos cojones de decirle que nos habíamos liado en aquel pub.

Afortunadamente mi novio no le creyó ni media palabra.

Es que ni me dejó darle explicaciones cuando me lo contó.

Sus actos de mierda se quedaron en una mera anécdota, pero pudo haberme jodido la vida.

Lo peor de todo es que ni siquiera lo habría hecho por verdadero amor.

Había puesto en riesgo mi relación por puro capricho. Como un niño que se emperra en el muñeco que tiene el de enfrente, aunque esté rodeado de juguetes.

Qué pena por él, de verdad.

Qué pena.

 

Anónimo

 

 

Envíanos tus historias a [email protected]

 

 

Imagen destacada de Jasmine Carter en Pexels