Hubo una época en mi vida en que las navidades eran una de las peores semanas del año.  Y ese año, para más inri, tú, el chico al que llevaba conociendo por internet durante 3 meses, me había dado plantón 3 veces. En uno de esos arranques de determinación, juré y perjuré que si para final de año no te había conocido, no tendrías cabida en el nuevo año que estaba por iniciar.

Pero eso sí, yo muy digna, no iba a proponerte ni una sola cita, que bastante había hecho ya. Así que me callé mi ultimátum interno y seguí con mi vida. Esperando a que decidieras iluminarte. Preguntándome cada día qué hacía perdiendo el tiempo con un capullo que en tres ocasiones que habíamos quedado, me había cancelado el plan a última hora.

No sé si fue telepatía o que realmente el poder de la fuerza es muy intenso en mí, pero el mismo 31 de Diciembre me escribiste desesperado por verme. Te justificaste diciendo que no podías acabar el año sin conocerme en persona y que por favor, quedásemos esa misma tarde. Pero esta vez, la que canceló el plan fui yo. Aun así, recuperamos una de nuestras tardes en las que podíamos hablar horas y horas in parar. Y así iniciamos los preparativos de la que sería la última noche del año.

Cuando llegó la hora de la cena familiar, recuerdo que dejamos activada la webcam, porque una vez nos hubiéramos comido las 12 uvas, queríamos felicitarnos el año en directo. Y así fue. A las 00:05 estábamos los dos frente a una pantalla con espumillón y confetis felicitándonos el año a distancia.

Durante esa noche, estuvimos todo el rato enviándonos mensajes. Incluso recuerdo que de vuelta a casa, y ya sin saldo en el móvil ¡(Qué tiempos aquellos!), mi amiga me dejó su móvil para que pudiera seguir escribiéndote. Yo  en un coche y tú sentado en el portal de tu casa esperando a que se te pasara la borrachera. Fueron las horas más intensas que he vivido con alguien a distancia. Y yo, con mis dulces 21, volvía a estar ilusionada de nuevo contigo.

El nuevo año trajo una mañana de resaca y nuevas conversaciones. Hasta que finalmente, cerramos la que sería la fecha definitiva. Y aunque mi ultimátum había sido hasta el 31 de diciembre, decidí darte un margen de una semana a la vista de la noche vieja que vivimos sin estar juntos. Y así llegó el día 4. Ese día en el que finalmente, quedamos una tarde para conocernos en persona. Aunque en realidad, ya habíamos dejado de ser dos desconocidos hacía tiempo.

Recuerdo que ese día prácticamente no comí y llegué al lugar 30 minutos antes. Porque tengo esa manía. Me gusta ser de las que ven a la gente llegar y ser yo la que analiza esos microsegundos. Recuerdo que fuimos a comprar los regalos de reyes. Recorrimos mil tiendas y andamos todo Paseo de Gracia hasta acabar en un Starbucks. Porque ese era nuestro trato. La primera cita, sería en un Starbucks (¡Qué simplones somos a veces!).

De ese día recuerdo también hasta el modelito que llevaba, y eso que no me quité el abrigo ni por un momento. Recuerdo estar sentados en la terraza, con un nudo en el estómago pensando si me atrevería a darte ese beso del que tanto habíamos hablado. Hasta que finalmente fuiste tú el que me retaste a dártelo. Y  yo, que nunca doy la espalda a un reto, me lancé sin miramientos. Y desde ese momento, ya no hubo vuelta atrás.

Meses después me confesarías que te gustaba tanto que no te atrevías a quedar conmigo. Me dedicarías canciones de amor preciosas. Descubrirías una parte de ti que no te atrevías a mostrarme. Escribirías y dirías las cosas más bonitas que jamás nadie me ha dicho. Me cuidarías de esa manera tan especial que sólo tú sabes hacer. Darías respuesta a todas mis preguntas sin contestar. Pero sobretodo, le darías un nuevo significado a la Navidad.

Y es que después de tanto tiempo,  cada 4 de enero, seguimos visitando el Starbucks que nos vio darnos nuestro primer beso. Y que no el último. Porque cada Navidad, tú y yo tenemos una fecha especial. Ese día,  siempre será tuyo y mío, y de nadie más.