Siempre he sido lo que se consideraba un “chicazo”, desde pequeña. En todas las fotos que tengo de cumpleaños, en el pueblo, siempre voy en chándal, con la gorra hacia atrás como el prota de la Banda del Patio, enseñando orgullosa el hueco de algún diente que se me acababa de caer. Odiaba ponerme faldas y desde que alcancé una edad en que mi madre no pudo obligarme a ponérmelos, hasta quizá segundo o tercero de la ESO, nunca usé vestidos.

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Esta forma de ser ‘poco femenina’, a medida que crecía, se hacía cada vez más difícil de sostener. Aguanté fiel a mí misma durante años pero, una vez que empiezas el instituto y quieres agradar al mítico grupo de amigas porque crees que si no te quedarás sola por toda la eternidad, comencé a fingir que me gustaban las mismas cosas que a ellas. Nunca resultó muy bien. Jamás he podido andar con tacones y con todos mis vestidos de fiesta llevo Converse. A veces, unos botines, pero jamás tacón. Nunca he aprendido a hacerme la raya del ojo y hace un año o así (tengo 27) me enteré por mis amigas del curro de lo que es una “base” para maquillarse. Es verdad que tengo suerte porque heredé de mi abuela una piel que de momento no necesita nada de eso, pero de haberlo necesitado no sé si hubiera podido aprender. Detesto ir a comprar ropa o cualquier cosa que se le parezca. Detesto aún más hablar de ropa. Entonces no sabía que existen en el mundo mujeres que tienen, además de estos temas, un abanico más amplio de conversación; sin embargo, cuando estás en el instituto de una ciudad pequeña, donde la mandamás es la típica adolescente guapa, delgada y pija a la que todas quieren agradar, y no sabes muy bien quién eres todavía, ignoras que haya un mundo más allá.

No sabes que esa gente monotemática y superficial, tanto chicos como chicas, acabarán por perderse en el olvido con los años y nunca llegarán muy lejos, y que seréis el grupo de marginados de clase los que de verdad heredaréis la tierra.

Cuando pasas del ambiente de niñas adolescentes del instituto a la universidad, empiezas a darte cuenta de que el perfil de popularidad cambia y la cultura y el ingenio que antes nadie entendía y que provocaba que no te invitaran a los cumpleaños ahora te convierten en alguien “interesante”.

Y las cosas mejoran. En mi caso, terminaron de mejorar del todo en el trabajo; al haber hecho seis años de carrera y uno de MIR, cuando los médicos empezamos a trabajar vamos con retraso con respecto al resto de gente de nuestra edad; y es en ese momento donde encontramos las amistades que marcan época, la gente que ha ido a la guerra contigo y ha vuelto, y en ese momento de revelación te das cuenta de que el grupo te va aceptando poco a poco porque bueno, si eres rara en realidad no les importa mucho con tal de que sigas siendo así de interesante.

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Sé que soy rara en el sentido de que no encajo con la estadística, pero estoy lejos de ser la única en estas lides. Hay veces que me apetece arreglarme y ponerme un vestido bonito, e incluso, a mi desastroso estilo, algo de sombra de ojos. Pero otras veces, la mayor parte del tiempo, vestirse así se me antoja un disfraz. “Esto no soy yo” me digo. Y me enfundo mi sudadera, mis playeras de skater y mi abrigo ultra ancho de chico, decido que hoy no me pondré pendientes, y salgo a la calle cómoda. Eso no quiere decir que desee ser un chico, igual que no quiere decir que desee ser un chico el hecho de que me pase interminables tardes de cañas con mis amigos, todos hombres, hablando de cervezas, de la derrota de Ronda Rousey en la UFC o cuánto hace que ninguno mojamos. Soy una persona considerada “masculina” a veces, aunque sea una chica heterosexual, y a ninguno de mis novios o  ligues le ha importado nunca. ¿Por qué habría entonces de importarme a mí?

Porque la sociedad me lleva gritando al oído lo que debo ser desde el momento mismo en que nací y me cubrieron de lazos y vestidos rosas, me regalaron nenucos en lugar de los Action Man que yo quería o me decían que no “me despatarrase” al sentarme, que eso no era propio de señoritas, igual que no lo era tener un tirachinas, jugar con camiones o dinosaurios, escupir…Tanto desde mi familia como en el colegio o simplemente en los anuncios de la tele, desde la sociedad en su conjunto, el mundo me gritaba un mensaje alto, claro y amenazador: todo lo que me parecía divertido o natural en mi no era propio de mi género o me convertía en algo diferente de una niña, el temido “chicazo”. Qué palabra tan machista y tan fea, como si la libertad pudiera arrebatarme el género. Uno de mis primeros recuerdos, tal vez ni siquiera un recuerdo en sí, sino más bien un sentimiento sin nombre, me atenazaba cuando era tan pequeña que no podía tener más de cinco o seis años: por qué era todo tan injusto. Por qué no podía ser como el cuerpo me pedía que fuera y que a los demás les pareciera bien, si no hacía daño a nadie.

Qué pena la cantidad de años que pasé confundida y en conflicto conmigo misma por eso. Aunque nunca lo he confesado a nadie, he llegado incluso a cuestionarme si no querría ser un chico en el fondo, me he hecho esa pregunta a mí misma incluso en la edad adulta, y la respuesta siempre ha sido no. Me gusta ser una chica, simplemente no soy el tipo de chica que la sociedad quiere que sea. Me ha costado siglos desenterrar aquella inocencia que tenía en la infancia, donde iba vestida “como un chico” porque estaba cómoda, sin importarme lo que nadie pensara de mí.

Y todavía tengo que enfrentarme a que el resto de la sociedad me diga cómo ser mujer, todos los días. Mis amigas, horrorizándose cuando conté que en la boda de uno de mis mejores amigos me puse mis converse con el vestido de fiesta para poder bailar. Pero a mi me importaba más bailar y aguantar toda la noche riendo con ellos a mantener una ilusión de perfección absurda porque no soy una muñeca o un maniquí que va enseñando la ropa elegante que le han puesto para la ceremonia; soy la persona que lleva la ropa puesta y tengo que moverme y disfrutar con ella, y no podría soportar que mi ropa, sólo por ser bonita, fuera además tan incómoda como para hacer que me perdiera cosas.

Todo el mundo, hombres y mujeres, cuando digo que no quiero tener hijos y, con una media sonrisa condescendiente, me dicen que “ya se me encenderá el reloj biológico”. Claro. Porque no soy un ser humano racional que puede tomar sus propias decisiones, sino el rehén de una bomba estrogénica dispuesta a detonar en cuanto cumpla treinta años. Que os enteréis de una vez: no soy menos mujer por no querer tener hijos.

Mi familia, cada vez que me siguen reprendiendo porque maldecir con los peores juramentos salidos del averno cuando, por ejemplo, me dejo el meñique contra la mesa del salón. Eso “no es de señoritas”. Porque un hombre puede expresar su enfado y su frustración con palabrotas lanzadas al aire, pero una mujer tiene que callarse y no estropear la imagen de perfección que se tiene de ella.

Y así podría seguir hasta el infinito, hablar del machismo, de lo que cuesta empezar a pensar por una misma y darse cuenta de que lo que eres no está mal, de que puedes definirte tú misma como quieras y te sientas más cómoda, y de que la sociedad ni pincha ni corta en eso, que tu cabeza es sólo tuya y si logras romper esos grilletes invisibles y quererte, llega la paz.

Una paz que hay que defender a golpe de espada y de napalm, todas las horas de todos los días; porque nadie dijo que la libertad fuera a venderse barata.

TDR