Paseaba por la sección de jeans a la busca y captura de los vaqueros definitivos. Esos que me enmarcaran el culo como si fuera un Velázquez en el Museo del Prado y con los que podría imitar a Catherine Zeta-Jones en La Trampa, robar un banco y no perder ni un segundo de comodidad.

Odio comprar ropa en invierno. Pensar en quitarme el abrigo y lo que hay debajo: camiseta de tirantes, camiseta térmica, camiseta fashion, jersey, bufanda, leggins térmicos, vaqueros y la rana cantando debajo del mar….ufff, en fin. Me aproximé a la dependienta me-pagan-una-mierda-odio-mi-trabajo y con una enorme sonrisa le pedí una 40 del ejemplar que llevaba en la mano. Me miró de arriba abajo y me dijo: una 40??, será una 44!!.….(silencio sepulcral, estepicursor rodante en medio de ambas, música de western)….Sin dejarme influir por el ataque de loquer del coño que me iba a dar, me retorcí sobre mi misma para acceder a la etiqueta/testamento de Cayetana Fitz-James Stewart que colgaba de la cinturilla de mi pantalón, para explicarle a la «amable» dependienta que mis pantalones eran de su tienda y yo llevaba la 40. Me sentí momentáneamente llena de orgullo. Insisto, momentáneamente.

Me dirigí al probador mientras recitaba unos mantras de relajación: Ohmmmm!! me voy a tener que quitar la ropaaaaaa!! Ohmmmm!!… El momento se aproximaba. Entré a la cabina con cortina que no se cierra nunca del todo, tiré el bolso al suelo, me quité el abrigo, la bufanda, el gorro, el jersey y luego acometí la parte baja. Cuando me disponía a probarme los flamantes vaqueros perfectos, miro la etiqueta que cuelga y leo con espanto: 36!!!

¡¡Será mala pécora!! Me había dado dos tallas menos para obligarme a salir en bragas del probador pidiéndole con voz inaudible a una de sus compañeras que me trajera la talla adecuada. Y yo, que antes muerta que enseñar en público mis braguitas de Iron Man, me juré que me metería en esa 36 aunque tuvieran que rescatarme los bomberos con unas mandíbulas hidráulicas.

Gracias a la calefacción nivel Finlandia, ya había empezado a sudar, pero estaba completamente convencida de que esos vaqueros y yo íbamos a ser grandes amigos. Metí las piernas como pude y cuando llegaron a la zona cero (cartucheras) decidieron que no querían ser mis amiguitos nunca más. Usar la fuerza bruta fue el siguiente paso. Cogí aire, agarré las presillas del pantalón y al grito de Jerónimo hice mi demostración de fuerza. Subieron dos centímetros, dejando en milisegundos la piel de mis muslos de un color morado muy cuqui.

Suena mi móvil. ¿Porqué ahora? Estoy en la delicada operación «Vaqueros definitivos», ¿quién osa molestarme?.

Tardo como un siglo en encontrar mi teléfono en el fondo del bolso donde NO lo dejé. Creo que este dispositivo se ríe de mi, sabe que tengo ansiedad por responder al tercer tono y corretea como un poseso por mi maxi bolso haciendo que parezca una yonqui pirada. Juro en arameo hasta que cuando lo voy a coger, han colgado. Se veía venir.

Me miro al espejo y doy pena. Llevo los pantalones a medio muslo, camino como una japonesa con hemorroides y el color morado de mis piernas se está oscureciendo. El inoportuno interlocutor de la llamada es el chico con el que me veo hace unas semanas. Sexo pasable, cariñoso, amable pero no hay manera de que eso vaya a ningún lado. Le devuelvo la llamada con apremio para resolver sus cuitas antes de que me de una embolia.

Tras veinte segundos de conversación, mi detector DTR se enciende. Llegó el momento de afrontarlo y me da mucha pereza. Porque yo he estado donde él, me armo de valor y con un resoplido de adolescente, me siento despatarrada en el minúsculo suelo del probador para, con paciencia y asertividad, afrontar otro DTR (Define The Relationship): Que si no sos vós, soy shoo (leer con acento argentino). Que si no estoy preparada para el siguiente nivel. Que si eres un encanto pero yo no sé lo que quiero….mentira, sé muy bien lo que quiero, pero eso duele menos que decirle que en mi mundo estaba etiquetado como follamigo y ya.

Hace ya quince minutos que estoy sentada en el suelo en posición fetal con unos vaqueros estranguladores en los muslos y ya los dedos de mis pies no responden. Le digo a mi querido que le llamaré para charlar con más calma en otro momento y cuelgo. No es justo, es muy majo, pero uno no se puede enamorar por pena.

Oigo una voz en el otro probador. Mi vecina de cubículo se ha quedado con toda la conversación y entre risas me dice que le ha parecido que tengo mucho arte para decir las cosas, que cuántas veces no le ha pasado eso a ella. Me sorprendo teniendo una conversación de chicas con una desconocida. A priori es un poco loco, pero ante la adversidad las mujeres dejamos de ser unas bitches y somos la mar de solidarias.

A través del panel oigo los resoplidos de mi compañera de penurias y me doy cuenta de que anda a la greña con algún tipo de prenda que se ha encogido de camino al probador. Entre el crescendo de improperios le consigo preguntar si ha mirado la etiqueta. Un: «japuta» resuena sin anestesia y Dolby Surround en el probador, creo que es otra víctima de mi amiga la dependienta talla 32. Cuando lo confirmo caemos en la cuenta de que nos estamos probando el mismo vaquero pero en tallas diferentes: a ella le dio la 40 cuando quería una 44. Y entonces lo noto, se acerca, llega….Super Medea hace aparición para ir al rescate de los desfavorecidos, para luchar contra las injusticias del primer mundo, contra los dramas de la moda….mi inconformismo me hace planear la estrategia con mi compañera de desgracias y al parecer… está igual de loca que yo.

Ni cortas ni perezosas agarramos el vaquero erróneo y en bragas y calcetines nos dirigimos a la dependienta de marras, en todo el medio de la tienda, para pedirle hablar con su superior. Con cara de vergüenza y roja como un tomate, ya que por razones obvias, éramos el blanco de todas las miradas, se ha quedado en shock sin saber muy bien qué hacer. Una avispada encargada, se nos ha acercado y nos ha invitado a ir al probador para explicarle nuestra queja.

Con mucha dignidad y aplomo le hemos transmitido nuestra historia quedando patente la ineptitud y poco tacto de la persona que nos había atendido previamente. La ha llamado y le ha pedido que nos traiga las tallas apropiadas y que esperara hasta que estuviéramos conformes. Era evidente que nuestra amiga se dedicaba a volcar su frustración en las clientas que osaban molestarla, etiquetando a ojo nuestro cuerpo y dando la talla que según ella, deberíamos llevar. Seguramente pensaba que estaba haciendo una gran labor social.

Hemos salido estrenando un par de vaqueros estupendos cada una, con un magnífico descuento del 20% y un selfie genial que nos hemos sacado en la cafetería de al lado, mientras comentábamos la experiencia.

Mi nueva amiga me ha agregado al Facebook, me ha etiquetado en una foto donde se pueden observar nuestros magníficos culos en perspectiva luciendo los vaqueros de la discordia…. Quién nos iba a decir que una etiqueta daría tanto juego.