Si hay un género cinematográfico explotado es el de terror. Paranormal Activity, Destino Final, Scream o La Bruja de Blair son ejemplos de ello, y me quedo tropecientos títulos en el tintero con sus terceras, cuartas y hasta quintas partes, pero si algo tienen en común la mayoría de las películas de miedo es que al final tienen poco tirón, la gente las olvida pronto. Uno de los motivos es que la chicha reside en el susto fácil de un asesino/muñeco/fantasma/demonio que aparece de la nada para matar al amigo negro y a la rubia tonta, y como hoy me quiero dar aires de grandeza he decidido traer la solución a la crisis del género de terror.

Señores de Hollywood, es hora de cambiar el argumento, así de simple. Tras años de experiencia y fobias acumuladas me he dado cuenta de que en el día a día hay cientos de situaciones que dan más pánico que la idea de un muñeco diabólico con un cuchillo jamonero.

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Salir de casa y pensar que me he dejado la plancha de pelo encendida.

Es una ley universal para las mujeres que nos alisamos o rizamos el pelo. En cuanto sales del portal elaboras una teoría más enrevesada que la trama de Origen. «Seguro que me deje la plancha encendida, y justo encima deje un papel que arderá y acabará prendiendo fuego a las cortinas, y seguro que la laca provoca una explosión, y lo peor de todo es que el casero no me devolverá la fianza». Al final volvemos a casa y ya de paso nos repasamos ese rizo que se nos ha alisado por el susto.

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Tú cuando piensas que se te ha quemado la ghd.

Meter la mano en el bolso y no encontrar el móvil.

En ese momento se crea un agujero espacio-temporal y aparecen por tu mente todos los sitios en los que has estado las últimas veinticuatro horas, todos los amigos con los que te has cruzado y todas las personas con pinta de quinquis-espías que te han podido robar el móvil sin darte cuenta. Si tienes un iPhone también recordarás la hipoteca que pediste para pagarlo. Después lo encontrarás en el bolsillo del abrigo.

Cuando un niño cabrón estalla un petardo sin previo aviso.

Yo estoy convencida de que cada nochevieja pierdo cinco años de vida y no es por las borracheras que me pillo, sino por los sustos que me provocan esos niños hijos de sus madres que van por ahí poniendo petardos en las esquinas, asustando a la gente mayor (y no tan mayor) y recordándonos lo útil que es una hostia tiempo. Por desgracia, tras el momento de parálisis y los movimientos dignos de Chiquito de la Calzada, los niños ya han huido y me quedo sin el placer de contarles quienes son los Reyes Magos.

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Pasar por encima de una alcantarilla y pensar que te vas a caer.

También está la variante de pasar por debajo de un andamio y pensar «seguro que se cae un bote de pintura y me mata». Somos fatalistas por naturaleza y tenemos la convicción de que si algo puede matarnos, lo hará. ¿Os acordáis de aquella escena de la película La Tentación Vive Arriba en la que Marilyn pasa por una rejilla de ventilación y se agarra su sensual vestido blanco para que no se le vean las bragas? Pues estoy convencida de que estaba pensando en sus últimas palabras antes de caerse dentro más que en seducir a Tom Ewell.

Pisar una baldosa mal colocada en un día de lluvia y que se te empape hasta el DNI.

La vida es como un nivel difícil del Super Mario, pero en vez de tuberías con pasadizos secretos hay baldosas mal fijadas que se llenan de agua los días de lluvia y nos hacen squirtings dignos de una estrella del porno. Al final se te moja el calcetín, el bajo del pantalón, la tira del tanga y la goma del pelo. En realidad se inspiraron en este drama de la vida cotidiana para crear la película de Lo Imposible.

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Tener al lado a una persona con gripe en un examen.

Es imposible concentrarse en un examen cuando tienes al lado a una persona estornudando, sonándose y tosiendo. El sonido atronador de sus mocos contra el pañuelo hace que tu conocimiento se disipe más rápido que la letra pequeña en los anuncios de Movistar. Te entran ganas de ponerte a cantar Don’t Stop Me Now y ofrecerle un Frenadol.

Cuando se sienta delante de ti un jugador de la NBA en el cine.

Los cines deberían crear una zona reservada para las personas altas, porque es una verdadera tortura ver una cabeza en vez del desnudo integral de Michael Fassbender o Christian Bale. Aunque soy de las que odian a la gente que molesta en el cine debo reconocer que me entran unas ganas enormes de pedirles que me cambien el sitio, pero al final siempre me callo y pido un elevador para niños.

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Quedarte encerrado en un ascensor con una persona que huele a sudor.

No es posible controlar el tiempo, tampoco las manchas de vino cuando nos ponemos una camisa blanca, y mucho menos nuestro ciclo menstrual cuando preparamos un fin de semana romántico, pero si existe algo evitable en esta vida es el olor a sudor. Muchas personas no conocen ese maravilloso invento llamado desodorante, ese botecito lleno de una sustancia que te echas en la sobaquina para evitar que la zona te huela a carne podrida. Pues el destino actuará para que coincidas con esas personas en el ascensor o en el metro, y si eres de los que nunca rezan más te vale acordarte del Ave María ―el de Bisbal no sirve― para no quedarte encerrado con ellas más de cinco minutos o te descompondrás más rápido que Anakin Skywalker al pasarse al lado oscuro.

Ir a tirar la basura y agarrar muy fuerte las llaves para que no se caigan al contenedor.

Todos sacamos nuestra faceta culturista cuando vamos a tirar la basura y es que nada da más miedo que la posibilidad de tirar las llaves al contenedor sin querer. Imagina por un momento que se caen y se pierden entre los condones usados y las latas de berberechos, ¿qué harías? Sin dejar de lado nuestro pensamiento fatalista pensamos que, si nos metemos a buscarlas, va a llegar el camión de la basura y acabaremos en el vertedero recreando la escena final de Toy Story 3. Mejor evitar ese dramón apretando fuerte el llavero contra nuestra mano, y si ves que deja marca es porque estás siendo precavido.

Subirte a una cinta de correr y estar en tensión por si se te desatan los cordones y te partes los dientes.

Debo reconocer que este miedo tiene sentido para mí, y es que cuando era pequeña era bastante diablillo y en unas vacaciones me colé en el gimnasio del hotel y acabé dándome una hostia que ni el cura de mi parroquia. Desde entonces cada vez que voy al gimnasio me ato los cordones con un triple nudo marinero y los vigilo más que a mi sombra, porque solo hay una cosa que me horrorice más que caerme de una cinta de correr y es visitar a mi dentista con un diente roto.

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Una película de Hollywood triunfará cuando plasme todas estas odiseas primermundistas, hasta entonces tendremos que conformarnos con niños chinos muy pálidos, zombis más lentos que el caballo del malo y posesiones demoniacas más flojas que una resaca de domingo.