Ser fea es un problema. Para la vida, para tener amigas, para sobresalir en la escuela, para encontrar trabajo, para ligar, para que te miren cuando quieres que te miren, para que te dejen en paz cuando quieres pasar desapercibida. Ser fea es, decíamos, un problema.

Pero hasta hace no mucho, si eras escritora (y más, si eras poeta), eso no parecía tener demasiado que ver. Qué importancia puede tener, a priori, la cara que tengas, o el espacio que ocupe tu culo, si de lo que va esto es de la calidad de lo que escribes. Si lo que importa de verdad no es si eres joven y guapa, delgada y estilosa,  sino si tus versos conmueven, si tu dominio del ritmo, la rima o el verso libre sacude a quien lee, le hace bien o mal, pero le afecta, le sacude, le emociona o le subvierte.

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Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la poesía ha saltado al escenario. Con todo lo que eso conlleva. Con lo que tiene de bueno. Con lo que tiene de malo. Con lo que implica de visibilización de un género destinado a ser consumido en la intimidad y por una minoría. Pero también con lo que supone promover eventos destinados al consumo y disfrute, ya no sólo para ser leídos o escuchados, sino también para ser vistos.

Y cuando se quiere promocionar a mujeres en un escenario, la maquinaria de la compra-venta entra en juego como una apisonadora. Y como una apisonadora aplasta todo lo que haya de verdad y de inocente. Y es que el mercado se rige por unas normas machistas, sexistas (y muchos otros istas, pero estos son los que nos interesan aquí y ahora) que convierten a las mujeres en figuritas de colección destinadas a decorar estanterías o a adornar escenarios, qué más da.

Y ahora es cuando diréis que eso también pasa con los poetas hombres. No. No es verdad. Los poetas pueden ser feos, pueden arreglarse poco o nada, pueden ser incluso desactualizados y desgreñados grunges. Casi todo está permitido si hay versos de por medio, sean buenos o malos, porque las mujeres, todo el mundo lo sabe, nos derretimos cuando un tío recita poesía. Y es entonces cuando lo convertimos en deseable, porque si escribe poemas y además los declama bajo un cañón de luz debe ser sensible y bueno y seguro que quiere a sus novias y no las deja nunca. Y nos convencemos entonces de que no es tan feo, es más,  le convertimos en un tipo interesante, que todo el mundo sabe que quiere decir que no es guapo  pero que a las mujeres nos pone aunque no sepamos por qué.

Y esto no ocurre con las mujeres. Con las mujeres poetas. Para subir a un escenario a las poetas se les exige belleza antes que calidad literaria. Belleza y juventud. Belleza, juventud y una voz bonita. Belleza, juventud, voz bonita y, si puede ser, que escriba bien. Las mujeres poetas, como casi cualquier mujer, son objetos de consumo antes de que abran la boca. Antes de que reciten un solo verso. Como si eso fuera secundario. Como si eso fuese un añadido, un lazo más que ponerse en el pelo o llevar los labios pintados de rojo.

Creemos que la poesía no es este espectáculo en el que la estamos convirtiendo. Que la poesía puede ser espectáculo. Por supuesto. Pero cuando sea ella la protagonista y no la cara, el cuerpo y la edad de quien la recita. Cuando la calidad de aquello que leemos y escuchamos esté por encima de todo lo demás. Y eso, estadísticamente hablando, no puede ser potestad de las guapas. Así que la próxima vez que vayan a un recital, cierren los ojos, apaguen las luces, y disfruten de la poesía.

*Feas, gordas, de mediana o avanzada edad, cojas, mancas… cualquiera que sea el rasgo que las aleje de la belleza hegemónica destinada a ser objetivada, consumida y masticada como un caramelo bajo en azúcar y sin aditivos.

Mrs. Cassidy

 

En la foto: Yolanda Castaño.