Aunque a simple vista pueda parecerlo; este no es un artículo sobre accesorios de moda. Ni siquiera sobre las últimas tendencias.

Esta, es una reflexión sobre el conformismo y cómo las personas en general; y las mujeres en particular, creemos que debemos permanecer paradas en la parcela de terreno que se nos ha concedido porque es a lo que nos tienen acostumbradas. Y que debemos estar agradecidas por ello y mostrar dicha gratitud, con una sonrisa y buen talante.

Pero sí, voy a ejemplificar usando la metáfora de los complementos; porque así es como Yolanda Cañizares; una buena amiga, me lo hizo entender a mí. Espero que ayude al resto tanto como lo hizo conmigo.

Desde los albores de los tiempos, las mujeres —y me van a permitir el sesgo, dado que somos el colectivo al que principalmente va dirigido este escrito y; además, las que más usamos bolsos—, hemos perseguido hitos casi imposibles de cuya consecución luego nos hemos podido enorgullecer: conciliar trabajo y familia, logar un pago equiparable al de nuestros colegas por un mismo tipo de empleo, derecho a votar y expresar nuestra opinión, no ser juzgadas ni fiscalizadas por nuestro cuerpo, nuestros gustos o nuestras preferencias de cualquier índole y demostrar que si queremos estar a la moda y ser afines a lo último en cuanto a ropa y complementos; eso no nos resta ni un poquito de todo lo demás.

Los accesorios son importantes. En todas las facetas de la vida. Unos vaqueros de confianza, unos zapatos que no dejen rozaduras, ese pintalabios que perdura, una camisa que no deje ver la capa de sudor que se va pegando a la tela tras un día duro… y un bolso que vaya con todo. Cómodo. Asequible. Con un baremo de calidad-precio que nos permita adquirirlo sin remordimientos; de esos que se pueden “ajustar” a un montón de outfits. A los que se les saca provecho.

Porque todas sabemos lo vital que resulta algo estable y conocido. Algo que se pueda reutilizar. Algo que no destaque demasiado y sea lo bastante vistoso como para crear cierta admiración pero que, en contraste con el resto, no resulte estridente. Ni muy llamativo. Algo que se combine con infinita facilidad. Como un bolso marrón.

¿Quién no tiene en su armario un bolso marrón?

Durante décadas, ese ha sido el papel de la mujer en la sociedad. Es un bolso marrón. Un accesorio que queda bien y cumple su función, pero que, en medio de la marabunta, pasa completamente desapercibido. Algo estable. Anodino. Algo de cuya compra no te arrepientes, cuyo gasto no te acelera las pulsaciones ni te provoca una risita nerviosa. Un acto inteligente. Práctico. Corriente. Acostumbrado.

Esta buena amiga me explicó, con este símil; que las féminas hemos ido quitándonos los corsés, las ballenas y las enaguas, pero por alguna razón… nos ha quedado cierto apego a los bolsos marrones. Siendo madres, empresarias, esposas, novias, viajeras, empleadas, emprendedoras, jefas, estudiantes, niñas, adolescentes, ancianas, peleonas, guerrilleras, inventoras, secretarias, médicas, enfermeras y un sinfín de adjetivos más; parece que no nos queda tiempo para comprender que, en lo que a destacar se refiere, llevamos haciéndolo, sin ser conscientes de ello, desde los comienzos de nuestra existencia.

Damos vida, y eso es increíble. Pero también nos alzamos ante cualquier adversidad y, por mal dadas que nos vengan, respondemos siempre con la cabeza alta, la mirada al frente y el bolso bien colgado del hombro. Aunque sea marrón.

Están las que son madres solteras y encadenan trabajos para subsistir; las que, tras ver vaciarse su nido, vuelven a aquel del que provenían para ejercer de cuidadoras de un progenitor que ahora las necesita; las que estudian y ambicionan una carrera profesional; las que se casan y fundan un hogar; las que encuentran en su propio sexo el amor o; incluso, quienes rechazan por completo cualquier convencionalismo. Están las que, como esta amiga, alzan la voz subidas en atriles que antaño solo pertenecían a los hombres, para darnos volumen a quienes solo podemos hablar en susurros dentro de las paredes de nuestra propia casa.

Mujeres de todos los tamaños y tallas. De todas las formas y colores. Con todos los empujes y las ganas. Con intención de rebelarse o miedo de hacerlo. Con expectativas que tropiezan, día a día; con esa triste realidad de tener un armario lleno de planes que deben ser conjuntados todas las mañanas con el dichoso bolso marrón.

Bien. Pues este texto viene a decirte, por si acaso tu propio susurro aun no es lo bastante audible; que no tienes que conformarte con lo establecido. Que puedes probar y equivocarte. Que puedes tomar riesgos, aunque sospeches de antemano que no van a llevarte más allá del inmenso salto de fe que supone salir de tu zona de conformismo y reciclar; por fin, el bolso marrón y todos los prejuicios que contiene.

Las mujeres somos poderosas y seres únicos. Estamos obligadas a pelear y arañar por cada pedazo de tierra conquistado, a levantar la mirada al cielo y asumir que, si los techos desde los que observamos la realidad son de cristal, no es porque esta se nos deba antojar ajena, sino porque tenemos el deber y la obligación de hacerlos añicos con nuestra actitud y nuestro arrojo. Con nuestras ganas y nuestro entusiasmo. Con nuestras carreras y familias. Con nuestros miedos e inseguridades. Con nuestra autoestima cambiante y basada únicamente en nuestra propia imagen de nosotras mismas.

En tacones o en zapatillas. De traje, llevando un vestido o estando desnudas.

Pero nunca, jamás, con un bolso marrón bajo el brazo, porque como personas extraordinarias, no deberíamos pedir a nuestros complementos menos vistosidad de la que merecemos mostrar a un mundo que, en diferentes etapas y siempre por los motivos equivocados, ha intentado invisibilizarnos durante demasiado tiempo.

Esta amiga me aconsejó que comprara un bolso de lentejuelas amarillas. El más estrafalario que pudiera encontrar. El más imposible de combinar. Y que lo luciera con orgullo. Que lo llevara como un estandarte; bien visible a ojos de todo aquel que se atreviera a mirar.

Sus palabras, que aún hoy perduran en mi memoria; fueron las siguientes: al final del día, todas necesitamos un bolso de lentejuelas amarillas; en cuanto a pareja, a trabajo, a posibilidades, a oportunidades, a sueños y esperanzas. Así que cómprate un bolso de lentejuelas amarillas y pasealo, aunque solo vayas a usarlo una vez porque… ¡joder! esa única vez, vas a sentirte como una diosa.

Y somos mujeres. No merecemos ni un poquito menos que eso.

Romina Naranjo