Hubo una época en mi vida laboral donde no había espacio para los colores vistiendo. Yo iba de traje , maquillada y con tacones de manera continua. Incluso me hice un corte de pelo acorde con el entorno laboral. Normal: era mi primer trabajo no en prácticas o de becaria y deseaba más que nada en el mundo encajar en el molde.

Trabajaba en una empresa estupenda, con muy buena reputación y buenas condiciones de trabajo. Aquello era el paraíso en la tierra, teníamos café gratis, formación a medida, clases de inglés,  cesta de Navidad…  (Lo sé, parece increíble, pero es que fue antes de la crisis!).

En mi empresa el  viernes era casual day. Para quien no conozca el término: que el viernes sea casual day significa que se puede prescindir del traje para ir a trabajar ese día. También es una manera educadísima de decirte que ni se te ocurra aparecer por allí cualquier otro día de la semana con ropa que no se ajuste al código formal. Pobre de ti my darling que te vea el jefe sin traje.

Y allí estaba yo, con mi traje gris marengo, mi blusa de rayas, el pelo estructurado y mi piel atópica bien cubierta por un maquillaje de los que no se ven pero se sabe que están. Y los pies muy doloridos por haber estado el día anterior en una feria  sin parar 12 horas con tacón alto. Además en esas 12 horas de feria había adquirido un montón de compromisos con clientes que tenía que cumplir cuanto antes, así que me dije a mi misma: a la mierda!!! Y me puse unas bailarinas con el traje para ir a trabajar.

Ojito que las bailarinas eran buenas, de marca progre, no aptas para salario de becaria  y de cuerito de verdad. Claro que… también eran rojas. Monísimas, de esos zapatos fetiche que te convierten en una tía indestructible capaz de caminar horas y horas por Madrid adelante.

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En la gloria estaba yo. El camino metro-cercanías-bus hacia la empresa se me hizo tan corto así calzada que llegué eufórica; dispuesta a pulverizar mis objetivos ahora que podía literalmente correr de un lado a otro de la empresa para hacer mi trabajo.

Y en esa nube de felicidad estaba yo cuando me vio mi jefe: the boss.

“The boss”  tenía todas sus camisas hechas a medida y con sus iniciales bordadas, trajes a los que jamás les verías una arruga, zapatos  siempre impolutos y un pelazo perfectamente controlado (yo creo que con magia, que bien se yo que la gomina no da para tanto).

“The boss” señala las bailarinas rojas y pregunta ¿Qué es eso? Y yo que siento que me encojo, entera, que se me estaban aflojando hasta las propias bailarinas de la congoja,  le contesto: “Con tacones no puedo correr por la empresa, y si no corro no tengo las cosas a tiempo”.

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The boss mira de nuevo las bailarinas, me mira a mi, pestañea (poco, no penséis, pestañea poco) y me dice “Pues prefiero que corras, sigue sigue…” Y se va.

Allí la única que pensaba que si  se despeinaba o se le arrugaba la camisa se iba a la calle, era yo.  A mi jefe lo que le importaba es que trabajaba bien, me dejaba la piel y estaba dispuesta a correr por la empresa. En ese preciso momento me di cuenta de que era víctima de mis propios prejuicios. Yo era la que pensaba que tenía que amoldarme y renunciar a mi manera de ser para encajar.  Yo y no la empresa me había metido en el traje.

Cuando meses después dejé ese trabajo para poder volver a mi tierra, mis compañeros me hicieron un regalo de despedida espectacular: todo su cariño, unos pendientes , un anillo y… ¡unas bailarinas rojas!

No sé cuantas veces le habré dicho o a mis becarios, becarias, estudiantes en prácticas ahora que yo soy “The Boss” en su primer día, que vengan vestidos como quieran, que lo que espero de su estancia es trabajo y compromiso

El mundo no cambia solo, lo cambiamos nosotras cuando demostramos que nuestra valía está por encima de nuestro aspecto, cuando corremos y peleamos por lo que queremos… en bailarinas rojas o en tacones de diez centímetros.

Carme Casado