Hará unos cuatro años me rompí el pie bajando las escaleras del metro. Eran cerca de las doce de la noche de un jueves y mis compañeras de piso y yo habíamos ido a tomar unas cañas antes de cenar (¿recordáis a mi compañera antitacones travesti? ¡Esa!). Una cosa había llevado a la otra y, tras un par de fatídicos mensajes vía Facebook a un posible ligue de una de ellas, improvisamos salir aquella noche. Llovía, íbamos con lo puesto, por lo que decidimos pasar primero por casa y, pese a que estábamos a un par de paradas únicamente, debido a la lluvia, preferimos coger el metro. En uno de estos giros de destino que perfectamente podrían haber salido de una película de Gwyneth Paltrow de los 90, pasé yo primero porque el torno ya tenía la luz encendida antes siquiera de haber introducido el ticket (lo sé, lo sé… técnicamente, eso es colarse). La mala suerte de haber ido primera fue que no calculé el último escalón y antes de caer al suelo con todo mi peso escuché un fuerte Crack!. Suerte para mí, todavía quedaban 6 minutos para que llegara el siguiente metro.

Pese al dolor inimaginable, el color berenjena que había parecido coger mi pie en décimas de segundo, y el tamaño que iba creciendo como la bolsa de palomitas dentro del microondas, decidí irme a casa, para crisis de las expectativas amorosas de mi compañera (de todas formas, el chico no parecía tener ganas de seguir el juego más que de emborracharse). El caso es que apenas unas horas después, y sin que los dos ibuprofenos hubieran ayudado en demasía, la desperté y juntas nos fuimos a urgencias (¡Genial!, chilló ella, pidiéndome que esperara diez minutos más para darse una ducha rápida. Puede haber médicos guapos y yo no pienso ir de esta guisa…). Allí decidieron subirme a planta y sin tiempo, desde la silla de ruedas, pedí por favor casi a gritos que dejaran subir a mi compañera conmigo. No iba ni en el ascensor, cuando recibí un mensaje suyo en el móvil que decía “No vuelvas a gritar ‘mi compañera’ en un hospital lleno de médicos potencialmente solteros, que parecemos pareja”.

large

El caso fue que en mi espera de unas cuantas horas (ya sabemos todos cómo se presenta urgencias…) tuve tiempo de hablar con mi querida amiga, que estuvo presente desde la sala unas cuantas plantas más abajo, yo quiero creer que por cariño y preocupación hacia mí, aunque sospecho que con la intención de estar ojo avizor a posibles fichajes. A donde quiero llegar con esta historia es al momento en el que por fin me tumbaron en una camilla y me pasaron a rayos. “¿Qué te ha pasado, criatura?”, me preguntó un dicharachero camillero la mar de simpático. Antes de dejarme tan siquiera hablar, añadió: “No digas más. ¡Jueves noche!”. Traté de quitarle de mi error, explicándole que yo iba camino a casa cuando… “¡Jueves noche!”, insistió. Si el caso es que yo iba de camino al “jueves noche”, pero no llegué… Y sin poder exponer esto, oigo como el especialista de rayos añade: “Ya… si es que eso te pasa por llevar tacones”.

Aquí es donde quería llegar, queridos amigos. Toda esta maravillosa introducción de la aventura de mi pie roto, es para deciros que yo me rompí el pie… con bailarinas. ¡Eso sí! Fue imposible, las semanas, incluso meses posteriores, no recibir miles de aleccionamientos tales como “Llevar tacones es lo que tiene…”, “Si hubieras ido con zapatillas, eso no hubiera pasado…”. Si me hubieran dado un euro cada vez que alguien se enteraba de mi pie roto y exclamaba “¡Normal! Con semejantes tacones que siempre llevas…” a estas alturas ya tendría entre mi colección unos Christian Louboutin con su característica preciosa suela roja que tanto ansío algún día poder calzarme.

Una cuestión, básica creo yo, pero que hay repetir a toda esa gente que critica los tacones de lejos y los ve tanto como armas de destrucción, como instrumentos de tortura. Los tacones no rompen pies; las personas se rompen pies. Y podemos continuar. Los tacones no te dañan la espalda y te la dejan deforme. Los tacones, pobres, no tienen la culpa de que la gente los vea como papeles de lija que acaban dejando los dedos marcados, los talones ensangrentados y las ampollas a flor de piel (bueno, un poco sí… porque si el zapato es de plástico y te ha costado 5€, nada bueno puede salir de eso). Somos las personas. Nosotras somos quienes decidimos exponernos a ello… ¡porque nos gusta! Personalmente, yo soy la que decido subirme a 13 centímetros de aguja y punta que sé que me pueden amargar la vida… Pero también soy yo la que se baja de ellos. No existe una maldición por la cual el zapato, una vez te lo has puesto, te condena a estar ahí arriba hasta que llores y cojees (aunque el tema daría para una película graciosa, se ha de decir).

Somos nosotras las que decidimos y las que entablamos relación con nuestros pares, las que los conocemos, moldeamos a nuestro gusto y sabemos emplear para cada ocasión. Tenemos una relación especial con cada uno de nuestros zapatos porque los conocemos, como ellos nos conocen a nosotras y se amoldan, con el tiempo, a cada una de las particularidades de nuestros pies. Si sé que un tacón me va a dejar la espalda molida, no me lo pongo en una jornada en la que sé que habré de estar diez horas de pie… Si aquel par que tanto me gusta me acaba machacando el dedo meñique a cada paso, desde luego que llevaré bailarinas en el bolso cuando salga un sábado por la noche con ellos [Nota: como bien hemos aprendido, las bailarinas no nos libran de accidentes y despistes varios]. En definitiva, a toda aquella gente que a lo lejos nos critica por usar repetidamente tacones, por achacarles todos los males de la tierra a su uso, hay que recordarles que ¡ellos no tiene la culpa! Si uno sabe y conoce su pie, su cuerpo, y su armario… puede salir siempre airoso de todas esas secuelas que tan mala fama dan a los zapatos. Y si aun así, acabamos con una o dos heridas de guerra, es siempre bueno recordarse esa frase tan de madre, y que tantas veces he oído yo a lo largo de mi vida: Para presumir, hay que sufrir.

miu-miu-crisscross-strappy-ankle-wrap-sandals-red-suede

No os voy a dejar con la historia de urgencias sin acabar, tranquilas. Finalmente, tras cinco horas de espera, y un pronóstico que me iba a condenar un mes y medio de encierro en casa y meses de rehabilitación, mi compañera consiguió ‘colarse’ hasta mi planta unos treinta segundos después de que yo le dijera que había un enfermero guapo (el cual me vendó el pie comparándolo con voz sexy a un melón maduro, haciéndome pensar que realmente nunca había considerado ir a comprar fruta al mercado como algo tan atractivo). Ni falta decir que mis amigas pintaron sobre la escayola mis sandalias de tacón favoritas… En mis meses de rehabilitación en los que volví a aprender a mover el pie de cero, decidí comprarme unas sandalias de tacón rojo como objetivo, como premio. Ellas se convirtieron mi meta, el volver a poder subirme a unos tacones como la curación definitiva. Esas sandalias fueron la motivación suficiente durante casi cinco meses y se convirtieron, al final, los primeros tacones a los que me volví a subir cuando mi pie estuvo sano.