Este pasado agosto mis padres se fueron de viaje a Etiopía, enamorados de África como están después de varias visitas al continente.

Una cultura diferente a la que la mayoría de nosotros no estamos acostumbrados, con unos valores sociales que difieren de los nuestros, a veces para bien, a veces para mal. Paisajes increíbles, puestas de sol imposibles de describir, naturaleza, animales, pobreza, humanidad y sobre todo una lección de humildad si estás dispuesto a recibirla

Durante este viaje, estando mis padres en un mercado cerca de la ciudad de Turmi, una niña de unos 9 años se acercó a mi madre y le cogió de la mano. Allí es normal que los niños pequeños estén solos y tengan este comportamiento: la mayoría de los padres trabajan en el campo desde el alba hasta el anochecer, la escolarización apenas existe y los turistas son un reclamo para buscar la atención que no tienen.

La niña iba vestida con lo que en otro tiempo fueron ropas pero que en ese momento apenas eran unos harapos. Además mi madre reparó en que también iba descalza. La pobreza no da para más. Sin soltarle la mano se agachó hasta quedar a la altura de sus ojos, le sonrió y la niña le devolvió la sonrisa. El corazón de mi madre se abrió de par en par y la niña pequeña se coló hasta el fondo.

Caminaron juntas cogidas de la mano y mi madre la llevó hasta un puesto en el que vendían calzado y una vez allí le dijo que eligiera el que más le gustara. La niña eligió unas sandalias que según me contó mi madre no eran muy bonitas y además le quedaban grandes, pero la niña las eligió con tanta ilusión y con una sonrisa tan emocionada que no había más que hablar: se las quedaban.

Continuaron el paseo con sus sandalias nuevas y pararon en un puesto de ropa donde compraron una falda y una camiseta para reemplazar aquellos harapos viejos y deshechos. Y así siguieron las dos, aún cogidas de la mano, ambas con una sonrisa tan grande y tan sincera que podrían haber sido la representación perfecta de lo que es la felicidad.

De repente alguien agarró a mi madre por detrás y le dio un beso. Mi madre se giró sobresaltada.

Se trataba de una niña de unos 18 años que la estaba mirando con una sonrisa enorme igual de preciosa que la de la pequeña. Irradiaba felicidad a pesar de ir vestida también con harapos. Y sin dejar de sonreír le dijo en inglés: “Gracias, muchas gracias por vestir a mi hermana pequeña”, y volvió a alejarse para dejar que su hermana y mi madre siguieran su paseo.

Lo más bonito de esta historia es que la hermana mayor, a pesar de no tener recursos para comprarse calzado y ropa nuevos como mi madre había hecho con su hermana, no lo pidió. No le dijo “Yo también quiero” o “Cómprame ropa a mí”. Se limitó a dar las gracias. Y ese “Gracias” a la bondad hacia otra persona, sin rastro de envidia o de intento de conseguir más, aún a sabiendas de que lo habría conseguido, me pareció una lección de humildad y de calidad humana que a muchos nos haría falta.

Ojalá algún día esta sociedad consumista cambie y digamos más «Gracias» y menos «Yo quiero». Ojalá algún día queramos más para los demás y menos para nosotros mismos. Ojalá algún día no haya necesidad de tenerle que comprar unas sandalias a ninguna niña pequeña que vaya descalza, porque ojalá algún día todos caminemos juntos con los mismos zapatos y por el mismo camino cogidos de la mano.

Ojalá.

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